Tenía unos 6 años cuando mis papás me llevaron al cine a ver Buscando a Nemo. Me acuerdo de que estaba superemocionado porque me encantaban las películas animadas, y desde que vi los anuncios de la película, no podía esperar a ver al pececito naranja que todos hablaban. Me senté en mi asiento y recuerdo haber sentido mucha emoción al verla. Recuerdo a Nemo con su aleta pequeña y su color naranja, me gustó mucho el personaje.
Unos días después, mi familia y yo fuimos a comer a un restaurante de mariscos. Recuerdo el momento en que sirvieron el plato, lo asentaron en la mesa y vi que era un pescado enorme con escamas naranjas, justo frente a mí. Me congelé. El color naranja del pescado me recordó de inmediato a Nemo. Lo miré fijamente por unos segundos, procesando lo que estaba viendo, y de repente me entró un pánico terrible. ¡Ese definitivamente tenía que ser Nemo! Y empecé a llorar. ¡No podía ser! ¿Estaba a punto de comerme a mi amigo Nemo? Me negué rotundamente a probar un bocado. Mis papás no entendían por qué, y cuando les dije entre sollozos que no podía comerme a Nemo, estallaron en carcajadas.
Intentaron explicarme que Nemo era un personaje de la película y que ese pescado no era él, pero yo no estaba convencido. El parecido era demasiado, y no quería arriesgarme. Ese día, me negué a comer cualquier cosa que fuera pescado, y pedí papas fritas, el único plato seguro.
Ahora, cuando recuerdo esa escena, no puedo evitar reírme. Claro que no era Nemo, pero en mi mente infantil, todo tenía sentido. Me hace gracia pensar cómo de pequeños todo lo que vemos en la tele o en el cine puede mezclarse con la realidad, y hasta un plato de comida puede convertirse en un dilema moral. Hoy en día, el pescado es uno de mis platos favoritos, y aunque sé que no me estoy comiendo a Nemo, todavía me río de la vez que casi lloro frente a un plato de mariscos.
Un agradecimiento especial a Rodrigo de la Vega por esta gran historia.