Era una tarde calurosa, con el sol apenas comenzando a bajar y yo había decidido llevar mi guitarra al parque. No tenía ningún plan específico en mente; simplemente quería disfrutar del buen clima y tocar un poco de música al aire libre. Encontré un banco vacío cerca de un gran árbol y me acomodé. Saqué la guitarra de su funda, la afiné, y empecé a tocar. Al principio, mis dedos se movían sin esfuerzo sobre las cuerdas, interpretando melodías que me venían a la mente. No tenía un propósito claro, solo dejaba que la música fluyera de manera natural. Cerré los ojos y comencé a cantar. No me di cuenta de inmediato, pero poco a poco, las personas que pasaban por el parque empezaron a detenerse. Primero fue una pareja de ancianos, que se quedó de pie a una distancia prudente, sonriendo mientras escuchaban. Luego, unos niños que jugaban por el césped se acercaron. Cuando abrí los ojos, vi que se había formado un pequeño grupo a mi alrededor. Había personas que paseaban a sus perros, unas cuantas familias y hasta un par de jóvenes que parecían estar disfrutando del atardecer. Todos se habían detenido por un momento, como si la música los hubiera atraído de alguna manera.
No estaba tocando por dinero, ni para ser el centro de atención. No tenía un sombrero en el suelo, ni una caja para las propinas. Simplemente, estaba allí, compartiendo un momento de música con extraños que se habían dejado llevar por las melodías. Toqué algunas canciones más, cada una un poco más tranquila que la anterior, adaptándome al ambiente relajado que se había creado. Al terminar una canción, un aplauso tímido se elevó desde el grupo. Sonreí, agradeciendo con un gesto de la cabeza, y seguí tocando. Pasaron los minutos y la multitud seguía ahí, como si el tiempo se hubiera detenido por un rato, permitiéndonos a todos disfrutar de algo simple y puro.
Finalmente, decidí que era hora de irme. Terminé la última canción y levanté la vista, encontrándome con las sonrisas de agradecimiento de las personas. Algunas me dijeron “gracias” en voz baja mientras recogía mi guitarra, y sentí que, de alguna manera, había hecho su día un poco mejor, igual que ellos habían hecho el mío. Mientras me alejaba del parque, con la guitarra colgada al hombro, me di cuenta de lo poderosa que puede ser la música. No se necesita un gran escenario ni un motivo ulterior para conectar con la gente. A veces, todo lo que se necesita es un poco de sinceridad, una guitarra y una tarde tranquila en el parque.
Un agradecimiento especial a Mauricio Magaña por esta gran historia