Cuando era niña, pasaba los veranos en el pequeño pueblo de mis abuelos en Veracruz. Uno de los mejores recuerdos fue visitar a mi tía Isabel, quien vivía al otro lado de un lago. Mi mamá siempre me advertía que no nadara en el lago porque algunas plantas acuáticas podían causar un sarpullido molesto. “No quiero que termines con ronchas por todo el cuerpo”, me decía. Pero una tarde, solo por curiosidad y por creer que sería divertido, decidí meterme a nadar en aquel lago para visitar a mi tía. Además, tenía en mente que llegaría más rápido a su casa. Convencí a mi hermano mayor de que me acompañara y juntos nos lanzamos al agua. Cruzar el lago nadando siempre fue una aventura emocionante.
Al llegar a la otra orilla, salimos del agua y corrimos hacia la casa de mi tía, llenos de emoción. Sin embargo, después de un rato empecé a notar una picazón en mis brazos y piernas. Miré mi piel y, tal como mi mamá había predicho, estaba cubierta de pequeños sarpullidos rojos. Tras ver mi condición, mi tía fue a su cocina y sacó unos limones. “Esto te ayudará”, dijo mientras cortaba los limones por la mitad. Comenzó a frotar suavemente el jugo sobre mis ronchas. Al principio, el escozor era intenso y sentí que casi no podía soportarlo, pero poco a poco comencé a sentir alivio. Cuando regresé a casa, mi mamá notó las ronchas y el ligero olor a limón que aún tenía mi piel. “Te lo advertí, ¿verdad? Ahora ya sabes por qué te digo estas cosas”, me dijo mi mamá, con un tono burlón y una sonrisa que de algún modo también me causó gracia.
Ahora que soy mayor, recuerdo esa experiencia con una sonrisa. Cada vez que veo limones, pienso en aquella tarde y en las consecuencias de nadar en aquel lago.
Un agradecimiento especial a Eveline Vidal por esta gran historia.