Era una tarde calurosa de mayo en Mérida, Yucatán. Aquel día, después de una semana larga de trabajo, decidí tomarme un descanso y dar un paseo por el centro histórico, disfrutando de la arquitectura colonial y el ambiente tranquilo de la ciudad. Caminaba por la calle 60, pasando por la Catedral de San Ildefonso cuando, de repente, el sonido de la música y algunas risas llamó mi atención.
Me dirigí hacia la Plaza Grande, donde encontré un grupo de bailarines vestidos con trajes tradicionales, listos para una presentación de jarana yucateca. La jarana es una danza folclórica llena de energía y alegría, y es una parte fundamental de la cultura yucateca. Decidí quedarme a ver el espectáculo. Las bailarinas se movían con sus faldas coloridas girando en el aire mientras los hombres con sus guayaberas y sombreros las acompañaban con pasos elegantes. El ritmo de la música era contagioso, y pronto me encontré aplaudiendo y moviéndome al compás junto con el resto de la multitud. De repente, uno de los bailarines, un hombre mayor con una gran sonrisa, me hizo una seña para que me uniera a ellos. Al principio dudé, pero la emoción del momento me ganó y me acerqué al grupo. Me enseñaron algunos pasos básicos y, antes de darme cuenta, estaba bailando en medio de la plaza, rodeado de personas que me animaban y reían.
Fue una experiencia inolvidable. La calidez y la hospitalidad de la gente me hicieron sentir muy feliz, y aunque mis pasos no eran perfectos, la alegría de compartir ese momento fue lo que realmente importó.
Un agradecimiento especial a Juan de la Parra por esta gran historia.