Cuento:
“Dios te oiga, hijo mío… ¡Dios te oiga!”
En un estado suriano, en la costa bravía los huracanes azotaban las palmeras en épocas de lluvia, las encrespadas olas retumbaban en la playa y explotaban lanzando al aire cascadas de agua, espuma y brisa.
Así la naturaleza reflejaba el estado de ánimo de sus habitantes: cientos de desaparecidos, la universidad de Ayotzinapan tomada, líderes torturados, carros incendiados, 43 estudiantes agredidos y desaparecidos, pueblos fantasmas multiplicados (tierra caliente y costa grande), campesinos asesinados (aguas blancas y el charco).
¡Cuántos pozos se llenaron de cadáveres y ahogaron las voces disidentes!, ¡Cuantas lagunas estigias y hasta el mar entero vieron a los Carontes helicopterizados por llevar al horco del silencio eterno y en sus profundas aguas quedar sepultados los ideales de brillantes sombras que atados con piedras en los pies desaparecieron como castillos en la arena, por querer volar como gaviotas en un mundo de libertad y huir del mar muerto de sexenios eternos de eterno retorno, de modernos Nerones, de revividas inquisiciones, de computarizadas guillotinas, de psicológicos hornos crematorios de conciencia sociales, donde la historia oficial convierte por obra y gracia de su voluntad omnipotente hasta el más grande desacierto económico en bendición de futuros paraísos terrenales donde los Huitzilopóchtlis eternos miran complacidos sus imperios de tzompantlis inmensos, de tamemes ambulantes con cadenas mentales, fruto de nefastos tlatoanis aptos solo para defender sus atributos deíficos de Tlacatecuhtlis, topiles celosos de sus imperios de revolucionarios Tlacatecólots, donde los Cuauhtémocs siguen cayendo en renovados tlatelolcazos!.
Leyes donde se monopolizan los derechos de instrucción para convertir a generaciones juveniles en aplaudidores de regímenes totalitarios; para amaestrar a repetidores de fábulas históricas, para adiestrar a saqueadores públicos en el arte de la política convirtiéndola en la capacidad de:
“Desplumar más gansos con el menor, número de graznidos”
Lograron hacer de las leyes de la educación, la deseducación de un pueblo pauperizado y robotizado con elegantes slogans revolucionarios, donde impera la fuerza de las bayonetas y se realiza su skinérica técnica pedagógica: “apodérate de su estómago, su cerebro y su corazón seguirá después”.
Atoyahui era el punto neurálgico de aquel volcán nacido en la región más rica de dones y de injusticias. Todas las fuerzas armadas de la región se habían concentrado ahí: tanques de guerra, helicópteros lanzallamas, aviones del ejército, la caballería montada de policía, patrullas de tránsito, vehículos de la judicial, perros amaestrados, la ciudad en estado de sitio, las rondas regulares y especiales de día y de noche como sabuesos husmeando la menor chispa que pudiera desatar otro incendio en la ciudad. Era la guerra sin cuartel donde ya no se buscaba la justicia y la razón, se hacía efectivo el refrán popular: “de que lloren en mi casa a que lloren en la de enfrente, mejor que lloren en la de enfrente”.
Se sintetizó el axioma máximo e infalible para los problemas sociales del genio sexenal en turno del estado suriano, ningún problema resistía a la receta mágica gubernamental, panacea maquiavélica incontestable –“Destierro, encierro, entierro”. Nunca había fallado si los exiliados no entendían el encierro los hacían más cuerdos y para los recalcitrantes y contumanes el entierro les donaba la “tranquilidad eterna”. En la ronda habitual por el mercado del poblado el ejército vigilaba con ojo escrutador cualquier indicio delatador de fuego en el rescoldo.
Doña Cleotilde, la pozolera más afamada por su arte culinario entre las cocineras no solo del mercado, sino de la región entera, poseía un loro tan parlanchín que repetía cuantas voces que la dueña o cliente proferían; atento, agudizando el oído luego repetía: “pozole, rico pozole” ¡Hoy no se fía mañana sí!, ¡Pásale marchantito! Y cuantas proclamas más; pero en aquellos días en que se había recrudecido la opresión de la bota militar y se ahogaba la maltrecha ciudadanía, el pueblo resentido, desahogaba en la fonda entre pozole y trago su impotencia, profiriendo toda clase de improperios: ¡malditos soldados!, ¡que los maten…!, ¡que se mueran…!, ¡acaben con el ejército…!, ¡mueran los soldados!
Eran unas de las muchas imprecaciones diarias escuchadas por el ave vocinglera atenta a aprender y repetir cuanto oía.
Llegó pues un piquete de soldados a saborear el pozole, cuando por condimento el loro entre los guisos esputó un desaguisado: “¡que acaben con el ejército!, ¡mueran los soldados!… ¡muera el mal gobierno!, El cabo de la tropa se levanta y a la ya asustada Cleotildes le increpa: ¿Quién es la dueña de este traidor cotorro? Y sin esperar contestación alguna la amenazó con poses Hitlerianas. – “Mañana regreso con mi general para que personalmente constate el insulto de lesa majestad que aquí se profiere. A los defensores de la patria, y se aplique la ley del destierro, encierro y entierro si este cotorro vuelve a insultarnos”. Y se marcha iracundo. Ante tal aprieto no le queda otra cosa que ir a prepararse para bien morir, ya que terminaba su mal vivir. Va con el cura de la región, anciano astuto de quien se decía lo del refrán: “Más sabe el diablo por viejo que por diablo”, y llorando les cuenta sus cosas.
El sacerdote la consuela diciendo: “no te preocupes hija mía, mira yo tengo un loro y este no sabe más que puros rezos de la Iglesia, es de los evangélicos puros, no es de los de la teología de la liberación, ve, tráeme el tuyo y llévate el mío. ¿Quién va a notar la diferencia? Los dos son verdes”.
Doña Cleotildes sin despedirse si quieras, sale apresurada pareciéndole la calle más larga que de costumbre y al llegar la noche cubre la jaula del loro, va a la iglesia y lo cambia por el loro rezandero del cura. Sintiendo que el corazón le vuelve a su lugar coloca la jaula con el nuevo plumífero en el lugar acostumbrado y espera confiada al otro día.
Puntualmente, a medio día llega el piquete de soldados a la pozolería de doña Cleotildes que con amabilidad solicita los invita: “pasen ustedes, siéntense… ¡no gustan un pozolito!” –“Que pozole ni que ocho cuartos…” al rato contesta el cabo ¡mire mi general! Escúchelo por usted mismo, esta señora es una subversiva, enseña al cotorro a denigrar a los defensores de la patria con toda clase de vituperios”.
Mientras en la jaula la parlanchina ave atisbaba entre la reja impresionada por los lucientes uniformes militares y como no dijera ningún disparate el acusador la incita aguijoneándola con un fuerte entre las rejas de la jaula, ¡heí cotorro… mueran los militares…! ¡Muera el general!, y el cotorro callado solo escuchaba. Ante la duda que pudiera sospecharse de intriga, o de mentira sobre la pozolera el silencio del ave parlanchina, el militar insiste con más vehemencia. Cotorro ¡mueran los militares!… ¡Muera el general!… ¡Que acaben con ellos! Y el loro con suplicante voz clerical contesta:
Dios te oiga, hijo mío… ¡Dios te oiga!