La imprenta de madera. Una historia de la Independencia de México. 3/3

Tercera parte.

 

Se llamaban a sí­ mismos “Los Guadalupe” y actuaban en forma clandestina. Esa tarde, se encontraban reunidos en el segundo piso de una casa de la calle de Plateros, en la capital de la Nueva España y comentaban la solicitud que les habí­a hecho la Junta de Sultepec: conseguir una imprenta en forma. El señor Guzmán, quien lideraba la reunión, pidió a los presentes, buscasen la posibilidad de cumplir con la petición de los cabecillas de la insurgencia.

Pero la misión no era sencilla, todos sabí­an que aquello relacionado con las imprentas, estaba controlado por las autoridades virreinales y ahora, a año y medio que habí­a estallado la guerra de independencia, los controles eran aún más estrictos; inclusive, hasta los propios impresos debí­an pasar por una censura previa, por lo que la compra de la imprenta tendrí­a que efectuarse en forma clandestina o a través de artimañas.

Dos semanas después, se volvieron a juntar en casa del Licenciado Guzmán, quien les informó que corrí­an con suerte, pues un comercio de libros, propiedad de un español, estaba liquidando sus haberes, pues su dueño tení­a la intención de volverse a Europa y, entre las cosas que se encontraban en venta, habí­a una imprenta usada, pero en buen estado y completa. Guzmán propuso a los presentes prorratearse el costo, con lo que estuvieron de acuerdo. El verdadero problema serí­a encontrar la persona idónea para comprarla, pues para evitar sospechas debiera ser alguien que se relacionara con el negocio de la imprenta, para así­ justificar la compra, que además requerí­a permiso del gobierno, por lo que existí­a el riesgo para el comprador de ser detenido e interrogado por las fuerzas virreinales.

Uno de los presentes se ofreció, era José Mario Rebelo y trabajaba como auxiliar en la imprenta de un español de apellido Arizpe. Su pertenencia al gremio de impresores, podrí­a diluir las sospechas y se comprometí­a no sólo en dar su nombre al comprador, sino también llevar la imprenta y montarla, en donde fuese necesario, siempre y cuando se le diere el cargo de director.

Fue así­ como el señor Rebelo, acudió ante el comerciante en liquidación y le propuso la compra de la imprenta, negociando el precio. Algo debió haber sospechado el vendedor, pues se negó a vender la imprenta por menos de 800 pesos, lo que correspondí­a al doble de su verdadero valor, pero ante la necesidad, “Los Guadalupe”, se vieron forzados a aceptar.

Llevaron la imprenta a una bodega de pastura y la escondieron tras de unas pacas, mientras, bajo las instrucciones de Rebelo, se dedicaron a desarmar la máquina y guardarla en cajas de madera, para poder sacarla de la capital del virreinato. Pero algunas de las piezas eran grandes, al igual que su embalaje y, su traslado podrí­a despertar sospechas en los puntos de vigilancia que habí­a en las salidas de la ciudad.

Fue el hacendado criollo Benito Guerra, quien prestó la solución, podrí­a salir una caravana de la ciudad con varios carromatos y carruajes en los que irí­a su esposa y otras señoras de los presentes, pretextando que la carga grande correspondí­a a enseres que llevaban a la Hacienda de Guerra, en las cercaní­as de León Guanajuato, a donde se dirigí­an a pasar una temporada.

Así­ se hizo: las valientes mujeres enfrentaron la aduana de la ciudad con las cajas que contení­an la imprenta y al ser interrogadas por su contenido, dijeron que correspondí­an a útiles de labranza que llevarí­an a la mentada hacienda. El momento fue tenso, pero los guardias, más entretenidos en continuar con su comida que habí­a sido interrumpida, que en cumplir con su trabajo, decidieron confiar en lo dicho por las señoras y desistieron de revisar las cajas.

De esta manera, llegó la imprenta a la Hacienda de Guerra y ahí­, el impresor Rebelo, se abocó a distribuir las piezas en diferentes lotes, que fueron enviados por carros y mulas a la Junta en Sultepec. El impresor se dirigió hacia esa población en donde se dedicó a rearmar la imprenta.

José Marí­a Cos y Andrés Quintana Roo, estaban de plácemes, ya no solo tendrí­an una imprenta en forma, para promover la causa de la independencia, sino que también podrí­an dedicar más tiempo a redactar las noticias y proclamas. Decidieron cambiar de nombre a la publicación, ahora se llamarí­a “El Ilustrador Americano”; de él se imprimieron 39 ejemplares. Publicaron también un semanario, en el que participaban Servando Teresa de Mier, Francisco Lorenzo de Velazco y otros, al que denominaron “Semanario Patriótico Americano”.

Tan grande fue la influencia de estos periódicos y tantos benéficos llevó a la causa de la revolución, que la autoridad Virreinal auxiliada por el señor José Antonio Beristaí­n, creó una publicación a la que denominó “El Verdadero Ilustrador Americano”, pretendiendo contrarrestar los efectos de la prensa insurgente. Pero fue en vano, el ejemplo de la obra de José Marí­a Cos se esparció por todos los territorios rebeldes y surgieron multitud de periódicos que ayudaron a llevar esa guerra de letras y papel, a los rincones de México, logrando miles de adeptos a la causa.

Todo habí­a empezado con una humilde imprenta de madera, construida por un hombre de voluntad irrefrenable, José Marí­a Cos, quien tiene el merecido honor de ser considerado el padre del periodismo polí­tico en México. Valgan estas sencillas lí­neas para loar a uno de los hombres que lograron la libertad de ese paí­s.

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