PAS: PERSONA ALTAMENTE SENSIBLE

No es un secreto el que me sienta ajena al nombramiento de las cosas. La creación de nuevos términos es elemental para la evolución del lenguaje, y, por ende, del ser humano. No es que me moleste, sino que, en realidad, el proceso me es desconocido, poco familiar.

En los tiempos de mis padres, en los que, para bien o para mal, yo no viví, las cosas parecían más simples, pero no realmente. No es difícil darse cuenta de que los adultos (y cuando digo adultos me refiero a la generación que se encargó de criarnos, porque mi autopercepción está lejos de clasificarme dentro de la categoría de la adultez) cargan heridas y dolores ajenos que fueron provocados por la ignorancia de aquellos que se encargaron de criarlos, así como ahora somos nosotros quienes cargamos con ese dolor, porque este no se crea ni se destruye, se transforma. Cargamos con el de manera diferente, como cada generación antes de ellos y después de nosotros. No es esta una afirmación condescendiente, todo lo contrario. Creo firmemente que aquellos que nos preceden hicieron todo lo que podían con lo que tenían en sus manos en ese momento, y que el ser ignorante es adherente al ser humano.

La humanidad llegó a un punto en el que cargaba con tanto dolor que las personas tuvieron que comenzar a crear palabras nuevas para explicar lo que sentíamos, y encontrar una manera de no sentirnos como maleza entre campos de flores, desarrollar un sentido de pertenencia y creer que había personas allá afuera que atravesaban lo mismo que nosotros, que no estábamos solos, y que sufríamos de una condición que un día un extraño bautizó y decidió que la mejor manera de hacernos encajar con el resto era recetarnos pastillas en frascos de todos los colores y tamaños.

De pronto, el niño cuyos padres ausentes no entendían por qué su hijo fallaba tanto en clases entendieron que no era su culpa, sino que su hijo sufría de déficit de atención. La adolescente que no podía levantarse de su cama comprendió que no podía hacerlo porque sufría de depresión. El joven que no podía salir de casa porque le provocaba un pavor tremendo y un dolor inexplicable en el estómago se sintió aliviado de saber que las pastillas para la ansiedad le ayudarían a sentirse mejor, y el hombre que no se explicaba por qué no podía dormir por las noches encontró la solución cuando, su psiquiatra, después de una sola sesión de diagnóstico, determinó que lo mejor sería recetarle clonazepam.

Estas reflexiones, que me han atormentado desde la edad en que la consciencia comienza a atormentarte, tomaron forma un día que caminaba al aire libre con mi amiga. Me había quedado en silencio durante varios minutos, que no es necesariamente extraño en mi persona. He escuchado que los hombres tienen la asombrosa capacidad de dejar su mente en blanco, y a veces, no pensar en nada. Para las mujeres, por lo que también he escuchado, no es así. Me preguntó entonces en qué pensaba, porque entre mujeres sabemos que nunca dejamos de pensar.

Le dije que me provocaba un terrible sentimiento de desolación el saber que nunca podría abrazar a un árbol. Claro está que, si se me da la gana, puedo extender los brazos y envolverlos alrededor del tronco, pero eso sería todo. Lo único que estaría pasando es que las partes más superficiales de mi cuerpo alcanzarían a sentir la rugosidad del árbol, pero nunca llegaría hasta él. Ni los materiales, ni la magia ni la esencia con las que mi cuerpo había sido creado alcanzarían el núcleo, el alma, la alquimia de la que había nacido el árbol, como la fuerza electromagnética que repele el roce de los átomos. Nuestras almas quedaban intactas porque nunca podríamos llegar hasta el fondo, y tampoco podíamos escapar de la cárcel de carne y hueso que albergaba nuestro ser.

Mi amiga, que no se esperaba una respuesta de esa índole, se quedó sin palabras. Resulta que ella a veces sentía lo mismo, pero que nunca había podido ponerlo en palabras. Yo, a sabiendas de que era peligroso seguir hablando con ella, puesto que tenía no sólo una licenciatura sino también una maestría en psicología, seguí contándole cosas que acallaban en mi pecho necesitando que me dijera que era normal y que todos los humanos sentíamos lo mismo. Ella escuchaba con ojos brillantes.

Le dije que los sonidos fuertes me hacían querer enterrar mi cabeza en el suelo como si fuera un avestruz, y que se me enchinaban los vellos de los brazos cuando escuchaba las sirenas de una ambulancia o si un tráiler pasaba a mi lado, porque era más sonido del que mi cuerpo podía soportar. Le comenté también que, mientras comía, a veces me detenía a medio bocado porque sentía que la comida sabía demasiado, y que la acción de saborear se asemejaba a la sensación de tragarme un vaso entero de jugo de limón agrio, que a veces quería arrancarme los dedos de las manos porque los anillos que usaba me pesaban demasiado y se sentían extraños contra mi piel.

Confesé entonces también que el invierno era mi estación preferida del año, pero que las capas de ropa atormentaban mi piel como pequeños gusanos que te caminan por el cuerpo entero sin descanso las veinticuatro horas del día. Usar menos ropa tampoco era la solución, porque sentir materiales ajenos a mi cuerpo rozando mi piel era como estar desnuda en un cuarto diminuto que crecía pelo en sus paredes. Que acostumbraba a quitarme los zapatos porque sentía que me iban a explotar los pies si los mantenía en su lugar por un segundo más, y que las luces nocturnas me sobre estimulaban tanto que me sentía como un niño que perdió a sus padres en el mercado después de una buena ración de azúcar.

Estaba por comenzar a hablar acerca de los efectos que la violencia tenía en mí, ya sea ficticia o verdadera, como las películas gore o los accidentes automovilísticos. No le conté que aun tenía sueños con el cuerpo que había visto en mi infancia, tirado en la carretera, su moto destrozada a unos metros de él. En mi sueño yo recolectaba las extremidades que se habían desprendido de su cuerpo y las unía a su torso como para traerlo de vuelta a la vida, aun cuando la realidad no había sido tan explícita como en mis pesadillas. Guardé para mí un par de secretos más por miedo a parecer un espécimen subnormal, como que odiaba abrocharme las cintas de los zapatos porque el deslizar de las telas me provocaba escalofríos, en especial si estaban sucias con polvo o tierra, o que no podía soportar el crujir de un algodón siendo despedazado en varios pedacitos, y que a veces los lentes pesaban tanto sobre mi rostro que prefería quitármelos y entrecerrar los ojos para ver mejor. También me los quitaba si los cristales estaban sucios, porque prefiero limitar mi visión a ver una mancha imposible de ignorar porque no cualquier tela es capaz de limpiarla en su totalidad.

Mi amiga se quedó callada buen rato, asimilando. Habiendo terminado mi discurso, me sentí avergonzada, como si fuera algo que debía callar para no espantar a los demás, y me arrepentí.

—A lo mejor solo eres una PAS.

—¿Una qué?

—PAS. Una Persona Altamente Sensible.

—Te lo acabas de inventar.

—Te juro que no. Es más común de lo que parece.

Comenzó entonces a explicarme la definición de lo que era ser una Persona Altamente Sensible. Me aseguraba que “no había nada mal conmigo”, sino que las PAS tenían un sistema nervioso más fino y receptivo que la persona promedio. Esto creaba una sensibilidad que permitía que la persona recibiese más información emocional y sensorial que el resto de las personas.

En esta ocasión fue mi turno el de pensar. En primera instancia me alegré, porque sonaba racional y me daba una excusa para sentirme escandalizada por la cotidianeidad. Pero mientras pasaban los días, comencé a meditarlo y la idea empezó a molestarme. Había pasado una vida entera siendo víctima de mis propias peculiaridades, y en un minuto mi amiga había eliminado la capacidad de cuestionarme y la había suplantado por una explicación perfectamente lógica que le daba un nombre a mi padecimiento. Esta persona me había proporcionado una sensación falsa de seguridad, pero que a su vez aletargaba mi naturaleza curiosa, me había quitado parte de mi identidad.

No era que yo me estuviera reduciendo a un padecimiento, sino que quizás el problema iba mucho más allá, o ni siquiera era un problema, y yo me contentaba con una simple explicación. ¿Realmente existían las Personas Altamente Sensibles, o solo eran las dolencias ajenas tomando su curso y viajando de generación en generación? ¿A quién intentaron silenciar al ponerle un nombre a algo que no existía, pero se presentaba lo suficiente en las personas como para llamar la atención?

Como si existiera tal cosa como ser Altamente Sensible o no serlo, o una medición exacta para determinar si lo eras o no, algo que te diferencia y te separa de los demás sin que exista siquiera la necesidad de separarse, porque si tuviera que inventarse un término para cada irregularidad sistemática que existe, nos quedaríamos sin palabras para expresarlo, lo que lingüísticamente hablando es imposible, porque volvemos a lo mismo: la lengua evoluciona. Y me temo que a medida que crece nos alejamos de la individualidad y aspiramos a la perfección con la esperanza de que un día estos padecimientos dejen de existir cuando todo lo que hacen es descubrirse más de estos.

Todo lo que somos son desviaciones que nos alejan del humano estándar que parece ya no existir más en estos tiempos, si es que en realidad existió en algún momento. Déjame sentir a mi ritmo, lento, despacio, descubriendo. Quizás así logre comprender que el padecer es vivir.

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