Reseña de la Obra: “Francisco I. Madero: La Génesis de la Revolución” del Historiador Edgar Urbina Sebastián

La figura de Francisco I. Madero como revolucionario siempre ha sido complicada y divisiva, los estigmas de ingenuo, burgués e incluso traidor a los principios de la Revolución lo siguen persiguiendo aún a más de un siglo de su inmolación. Por otra parte, el de “místico de la democracia” es otra de sus facetas, y es la que más sigue siendo empleada en el discurso político, prueba de ello es que el apelativo se lo haya adjudicado el historiador Enrique Krauze, quien no ha tenido empacho en antagonizar al presidente Andrés Manuel López Obrador quien. A la postre, también suele reivindicar su figura como la voluntad de un pueblo que busca incansablemente la democracia, pues para el dirigente de la denominada “4ta Transformación” Madero es el más grande emblema de esta “3era Transformación” que fue la Revolución Mexicana.

“No se escoge el mundo en que se nace, no se puede señalar al gusto personal las circunstancias para vivir” dijo en 1965 Arturo Gámiz, quien como Francisco Villa fue un guerrillero duranguense que alcanzó la inmortalidad en Chihuahua, tras el Asalto al Cuartel de Madera. Villa no eligió su origen social de peón de hacienda (¡y sobre si eligió ser bandido o fue forzado es motivo de acaloradas discusiones!), por otro lado, su tocayo Madero tampoco fue responsable de su origen burgués y hacendado, pero en ambos personajes esto fue un factor determinante en cómo eran percibidos por la sociedad, en el caso de Villa hablamos de un bandido (y si es justo añadirle el adjetivo de “social” o no, es también un motivo de interminables discusiones tanto académicas como de fogata) pero en esta ocasión toca hablar de Madero.

No obstante la façade que enmascara el personaje de Madero, la obra de Edgar Urbina nos invita a revisar a este personaje clave de la Revolución Mexicana desde otra perspectiva, pues ya desde la portada de su obra nos muestra a un Madero que no se presenta ni como mártir ni como apóstol. Sino como un hombre de a caballo, entre sus tropas y con una mirada resuelta, haciendo manifiesto que esta no es una obra que repita el discurso del Madero dubitativo e indeciso, sino que se avoca al Madero humano, racional y real, tal como afirmaron los también historiadores Pedro Celis y Edwin Álvarez.

La selección del título de una obra siempre es una tarea complicada, los nombres deben de ser llamativos, pero también honestos, uno debe hacer un balance, al terminar una obra de sí se cumplió o no la expectativa que dicho título y subtítulo generó en la lectora o el lector. En este sentido, tal como remata el ex guerrillero, historiador y politólogo Adolfo Gilly en su introducción a este libro, me suscribo al comentario de que Edgar Urbina cumple a cabalidad no solo con la función u oficio del historiador, sino con las expectativas que estas generan; se trata, pues de una obra que tal cual describe la génesis de la Revolución Maderista.

Usualmente, cuando un texto académico o no académico que verse sobre el tema de la Revolución Mexicana tiende a remitirse al movimiento “magonista,” el cual ha sido encasillado por la historiografía en el esquema de precursor de la Revolución. No es este el caso del texto de Urbina, pues aquí el historiador explora y relata esa preparación para la puesta en práctica del Plan de San Luis Potosí que la mayoría (si no es que todos) los autores han pasado por alto hasta ahora.

Resulta bastante interesante la manera en que, de forma pragmática, Urbina se avoca en explicar la manera logística en que Madero planeó su Revolución que, dicho, sea de paso, y como han señalado historiadores como Rubén Osorio, Friedrich Katz, Edwin Álvarez, entre otros. Se trataba de una Revolución que buscaba cambiar el orden político, más deseaba cristalizar cambios radicales como un reparto de agrario, o como se lo dicta Villa a Martín Luis Guzmán en sus memorias: “Una guerra entre ricos y pobres,” en pocas palabras y en términos marxistas, Madero no buscaba una Revolución proletaria, ni tampoco una campesina, como sí hizo Lenin en Rusia siete años después.

No obstante, Rubén Osorio y Edwin Álvarez han rescatado lo que Urbina expone de manera clara en su obra; Madero no traicionó una Revolución que no prometió que haría, su bandera fue siempre el antirreeleccionismo y la democracia, y eso fue precisamente lo que alcanzó con los Tratados de Ciudad Juárez.

Respecto a la logística de la Revolución que Madero fue planeando, y que es clave para dilucidar por qué consideramos historiográficamente que la Revolución Mexicana comienza con la Revolución Maderista, y por qué esta es, a su vez, la primera de su tipo del siglo XX, y por qué, además, es Madero quien la instiga y no los Hermanos Flores Magón, que eran más radicales y que llevaban haciendo trabajo político de base desde hacía mayor tiempo.

En primer lugar, resulta evidente que el origen social de Madero, así como sus conexiones familiares fueron de gran ayuda para poder financiar su Revolución; el trabajo de base de Madero fue la redacción de su texto “La Sucesión Presidencial en 1910,” la fundación de clubes antirreeleccionistas donde la mayoría eran presididos por clases medias, pero también haber creado redes de apoyo de grupos de hacendados no simpatizantes del presidente Díaz y los Científicos, como fue el caso de José María Maytorena y de Venustiano Carranza, aunque Urbina denuncia la falta de voluntad de Carranza para organizar el antirreeleccionismo en Coahuila.

Rubén Osorio me ha comentado que para él el historiador es como un detective, y esta afirmación jamás pudo haber sido más cierta que cuando Edgar Urbina dilucida las claves con las que los antirreeleccionistas realizan acopio de armas en los Estados Unidos, pues previendo que sus cartas serían interceptadas por el régimen porfirista, le cambian al nombre a la Revolución y en lugar de eso la llaman “el periódico,” a los revolucionarios los llama “suscriptores,” las armas son “instrumentos de labranza,” y demás códigos que envuelven al lector y lo hace sentir que está inmiscuido él mismo en una verdadera condición de insurrecto, envuelto en una escena de espionaje y contraespionaje igual o mejor a como lo hizo Friedrich Katz con su obra “La Guerra Secreta en México, Europa, Estados Unidos y la Revolución Mexicana.”

Por último, considero que hay una cuestión sobre todas las revoluciones a nivel mundial que no se ha considerado lo suficientemente a detalle, tanto en el discurso histórico como en el político, y esta es su legitimidad. Muy a menudo consideramos que tal o cual sistema es opresivo, autoritario y dictatorial; desde los antiguos faraones en Egipto, hasta las democracias neoliberales occidentales, no obstante, tal como Urbina señala a través del caso mexicano, toda Revolución necesita una justificación, una suerte de marco teórico o legal que la legitime; en Francia ocurrió con la Ilustración, Lenin empleó las tesis de Marx, Engels y las propias para justificar la Revolución Bolchevique, y para México el Partido Liberal Mexicano ya había realizado un gran trabajo denunciando las atrocidades del porfiriato, así como otras resistencias a lo largo y ancho del país.

Empero, cuando el león del que hablaba, Díaz se encontraba desesperado por soltarse y ceñirse sobre sus opresores. Madero guardó una serenidad no muy comúnmente resaltada para seguir todos los pasos de la burocracia porfirista, y de esta manera proveer de legitimidad al alzamiento en armas porque, mientras no quedara demostrada la cerrazón del gobierno porfirista ante la democracia que él mismo reconoció como necesaria y oportuna, la Revolución bien podía confundirse como un simple acto de vandalismo, como en tantas ocasiones ocurre.

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