Cuento: ¿Cuándo dejé de ser libre?

-Maldita cruda- fue mi primer pensamiento al abrir los ojos, en ese momento me percaté que ya habí­a amanecido. Con su gran cabellera dorada de verticales rayos que me encendí­an el rostro, el sol me despertó, el cual se asomaba hacia el interior de las rejas de mi ventana, acalorando mi frente, que ya sin compasión estaba hirviendo, era un dolor punzante que cocinaba mi cráneo, como si fuese la presión de un aire caliente que hinchara mi cabeza hasta reventar; mi garganta era un desierto, tan reseca como el entorno árido del Sahara; mi estómago ardí­a, se contorsionaba, esforzándose para digerir todo la comida chatarra de ayer, era la deshidratación contumaz propia del infierno; y lo peor de esta cruda, no era el sufrimiento corporal, sino sentir que me encontraba encerrado, no en un plácido motel, ni en la casa de un amigo, como a veces suele suceder, mi habitación era como una jaula que privara de la libertad a un ave; al menos, en vez de papel periódico, tení­a un excusado y, como en todas las crují­as de las cárceles, embarrado de excremento y despidiendo olores nauseabundos; en vez de un columpio para mecerse, tení­a una pequeño lecho de piedra para despertar a la mañana siguiente en el mismo miserable y deprimente lugar.

Ya se preguntarán estimados lectores, cómo es posible que un ciudadano ejemplar, tal como considero que lo soy, me encuentre aquí­, ni siquiera lo sé, ni recuerdo el motivo. En tanto los sucesos de ayer, recrudezcan en mi memoria los estragos que estoy padeciendo, mi mente se rehabilitará para armar este confuso rompecabezas, rememorando las vivencias de mi pasado reciente, embonando de manera lógica cada hecho, para poder reconstruir los dí­as anteriores; les narraré, pues, lo que he sido capaz de retener en mi atrofiada memoria, en base a lo que sucedió aquella truculenta noche, momentos antes de que me despojaran de mi libertad, si es que alguna vez fui libre.

Dos dí­as previos al traslado de mi prisión, habí­a estado en un expendio comprando licor y cerveza. Cuando menos sé con certeza que bebidas me provocaron la tremenda embriaguez y, por consiguiente, la horrible cruda, eran tequila, ron y cerveza. Adquirí­ bastante dotación con el cobro de mi última quincena; dicho gasto, lo destiné para anticiparme al dí­a en que habrí­a ley seca. Para que las cervezas se conservaran frí­as para el dí­a siguiente a la compra, las guarde en una hielera con suficiente hielo.

Llegó el 15 de septiembre, tení­a que recordar esa fecha, no por acercarse el dí­a de la Independencia Nacional, porque de historia no conozco casi nada, lo único que me importaba era que estaba por transcurrir el fin del plazo que me quedaba para liquidar un préstamo en el banco; de lo contrario, si no pagaba a tiempo, me embargarí­an lo pocos bienes que poseo de mi escaso patrimonio; además, durante varios dí­as, mi hogar habí­a carecido, del elemental servicio de la luz eléctrica, me lo habí­an suspendido por falta de pago. También, para colmo de males por mi irresponsabilidad, me habí­a endeudado, mediante un préstamo personal en la caja de ahorros para el trabajador de la Empresa en donde laboraba. ¡Ah, pero eso sí­!, tení­a en mi poder licor, cerveza y deudas de sobra. Yo era un obrero que se desempeñaba en las excavaciones de una mina, la cual pasó de ser una Empresa Paraestatal a una Empresa Privada, cuyo gerente era un ingeniero gringo, un tal John; Yo, siendo un obrero común y con poca antigí¼edad aún no percibí­a muchas prestaciones, pero me pagaban; el trabajo que desempeñaba no me entusiasmaba tanto, pero siquiera me proporcionaba lo suficiente para disiparme en mis vergonzosas y destructivas borracheras.

Durante la noche del 15 de septiembre, el ejército circundaba los alrededores de la Plaza, lugar en donde se realizarí­a el Grito de Independencia. El comercio informal de la ciudad se preparaba para vender sus artí­culos y alimentos durante la celebración, algunos comerciantes instalaban sus puestos de “mercancí­as mexicanas”(made in china), como las banderas con el águila devorando la serpiente, los trompos, los yoyos, las cornetas, las palomas tronadoras, los “espanta suegras”, las luces de bengala, las camisetas con los colores de la bandera, etc., lo único verdaderamente hecho en mexicano era los antojitos, como los tacos grasosos, las enchiladas bañadas con una salsa picosa, las  gorditas de variados guisos, los nachos lampreados con ese queso amarrillo derretido sabrosos hasta  para chuparse los dedos, las banderillas, que no se quedaban atrás, eran hechas con salchichas gigantes, a la cuales las bañaban con salsa de tomate, mayonesa y mostaza y, los chicharrones atiborrados en salsa. Varias familias provenientes de diferentes colonias, se esparcí­an sobre la plaza, aparecí­an paulatinamente las personas, así­ como en el atardecer, el cielo nocturno poco a poco se va poblando de estrellas; ciudadanos y niños ambulaban con el águila y la serpiente plasmada en sus playeras, otros, con sus camisetas impresas con el águila norteamericana, la juventud  y buena parte de los adultos viste ropa de importación americana; las mujeres, muchas de ellas morenas, llevan el cabello teñido de rubio, imitando a las protagonistas de las telenovelas, pero nada de esa mutación de cambios de identidad, nos quitaba lo mexicano. También amenizaba en el escenario descrito, una banda que tocaba música ranchera, ya que se trataba de una auténtica noche mexicana y, lo más trascendente, era el sentimiento nacionalista que nos fomenta el gobierno, a través de los medios, con su persistente publicidad. Entonces,  ya estaba todo listo para dar ese glorioso y vehemente grito de libertad.

Mis amigos y yo habí­amos empezado la desenfrenada francachela desde muy temprano, dando como resultado que el alcohol se nos agotó antes de las doce de la noche. Tan sólo nos quedaban dos caguamas en la hielera para curarnos la resaca que nos esperaba en la madrugada. Ya estando ebrios, nos dirigimos hacia la conmemoración que festejarí­a el grito de Independencia. Una vez que arribamos al lugar previsto, por precaución de ser sorprendidos en estado etí­lico, atravesamos con cautela un oscuro callejón muy recóndito y poco vigilado, por supuesto, habí­amos burlado la “eficaz” seguridad del ejército federal y de policí­as estatales y municipales; no nos percibieron, ya que ellos estaban entretenidos conversando con algunas damas de “reputación dudosa”, cuya plática denotaba un aire de cierto chascarrillo. En un imprevisto, uno de mis amigos pisó una gordita de frijoles, embarrándose la suela del zapato y, con el escaso equilibrio que conservaba, a pesar de su evidente estado de ebriedad, apenas pudo mantenerse de pie por unos segundos, ya que de inmediato resbaló hasta azotar sobre el concreto, varios niños se soltaron riendo por la cómica situación, algunos de los agentes municipales que rondaban por ahí­, presenciaron el espectáculo, dándose a la tarea de detenernos para revisarnos, yo me resistí­ a tal procedimiento, por lo cual corrí­ velozmente hacia donde se encontraba el tumulto de los parroquianos que habí­an asistido a celebrar el grito, entre la confusa persecución, esquivaba a varios sujetos; alarmado por la desesperación, subí­ al escenario del festejo, pensando que sobre el templete me encontrarí­a seguro.

El Presidente Municipal estaba a punto de dar el grito lo último que recuerdo es que estuve junto a una hermosa dama, ante la cual caí­ desvanecido, como si una ráfaga de mariposas hubieran sacudido mi cuerpo con brusquedad, yo permanecí­a tendido sobre el piso en donde estaba tirada la bandera, que habí­a sido sacudida y zafada de su pedestal por un fuerte viento. Ahí­ recostado, me sentí­a como un Juan Escutia, dispuesto a envolverme en el lábaro patrio. La imagen de lo acontecido se esfuma al tratar de recordar aquel momento. Lo último que alcancé a percibir mientras me desmayaba, era como abucheaba el público al presidente, lo insultaban, le decí­an groserí­as, inclusive hasta de que se iba a morir; en mis elucubraciones tal vez salvé a la damisela y al presidente de que los fueran a linchar la turba salvaje de la muchedumbre protestando, e instantes después, con intrépida valentí­a, debí­ de haber tomado en mis manos la bandera y caí­ desmayado, esa es otra probable hipótesis de la realidad que me aconteció aquella fantástica noche.

Ansiando la precisión de un recuerdo que estaba incompleto, como si este fuese una fotografí­a rota, cuyos pedazos los ha pulverizado el tiempo. Un sujeto alto, vestido con traje oscuro entra a mi celda, interrumpe mis cavilaciones sobre lo que aconteció la noche reciente, él se presentó como mi abogado de oficio, lo miré de arriba a abajo y le pregunte nervioso:

-¿Qué sucede?

-A Usted lo tienen detenido por dos razones bueno, más bien son cuatro- Me contestó el defensor con voz pausada.

– Cuénteme, que me cuesta recordar los incidentes de ayer por la noche.

– La primera- dijo el abogado – es por faltas a la moral, le pellizcó el trasero a una dama, bueno, fueron varias.

– Pero eso qué- contesté yo- a las prostitutas que estaban en la plaza, los soldados las estaban acosando, y ni quién reclamara nada.

-Bueno, es que no era cualquier mujer, a la que me refiero no era “prostituta”- expresó el abogado en un tono sarcástico

– Entonces ¿Quién demonios era? – pregunte intrigado- ¿la reina de Inglaterra?

-No precisamente, casi, pero no le atinó, ella se cree una reina, pero era ni más ni menos que la esposa del Presidente Municipal… Deje, le explicaré con más claridad.

El abogado se dispuso entonces a narrar su versión de los hechos:

-Usted subió al escenario en estado inconveniente, muy excedido de copas y, ya estando arriba del templete, le pellizcó el trasero a la primera dama y, también a la segunda y, no conforme, a la tercera, lo mejor es que no habí­a cuarta, si no, ahorita, le hubiese ido peor. El asta de la bandera, ya viejí­sima, estaba muy endeble y roí­da, para nada se sostení­a firme en su improvisado pedestal, se sacudí­a con el más insignificante viento, en el imprudente í­mpetu de uno de los presentes que estaba  borracho, compañero suyo, por cierto, también, como Ud., corrí­a de la persecución de un policí­a municipal, con el estruendo de sus pisadas se tambaleó la bandera, provocando que se cayera. El sí­mbolo patrio estaba tendido en el suelo, cerca de los pies de John, él, sin darse cuenta, pisoteó la bandera y, sus piernas se enredaron en la tela; como consecuencia, el extranjero se desplomó sobre el escenario, escuchándose la estrepitosa descarga de un descomunal cuerpo; lo curioso, es que nadie del público se rió, inclusive, el presidente, presto acudió a auxiliarlo; John, una vez incorporado, arremetió airado a golpes contra Ud., porque una de las damas ultrajadas, era su mujer, a quien también Ud. manoseó, dichos personajes eran invitados especiales; Debido al impacto del trancazo que le propinó John, Ud. azotó como una res muerta sobre las tablas del templete, quedando encima de la bandera, la cual manchó con su sangre, y, esa es la segunda causa por la que está detenido aquí­. Ud. le faltó el respeto a nuestra sagrada enseña patria.

Me informan que el Banco le está embargando su casa; y, por si fuera poco, está despedido del trabajo de la mina, buena parte de la liquidación irá al pago de la deuda que tiene con la empresa.

-El juez podrí­a atenuar mi sentencia, tal vez con chantaje, ahora que ya me liquidaron, puedo ofrecerle una respetable suma de dinero- le dije al abogado, angustiado y, luego suspiré, deseando de él, una respuesta alentadora.

-Sí­, bueno El problema es que la tercera dama era la esposa del juez.

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