Hay relatos ancestrales, de difícil verificación, que nombran a una polis griega en la que durante un único día y su noche al año el gobierno no condenaba a sus ciudadanos por delitos como el asesinato. De esta forma, las rencillas se zanjaban violentamente y sin consecuencia judicial alguna una vez al año. Este escenario que recuerda en mucho al de la película de 2013 “The purge”, tenía por intención contener la violencia social dándole una válvula de escape y hasta un sentido para la sociedad.
Con la creación de los estados medievales y luego de los absolutistas, el poder de aplicar castigos queda en manos del rey y sus subordinados. El juez que condena a un ladrón lo hace en nombre del rey, quien a su vez tiene la autoridad por gracia divina. Pero las revoluciones de finales del siglo XVIII y XIX cambiaron algo este concepto, que lo ejercerían autoridades judiciales y de seguridad independientes (al menos parcialmente) del poder ejecutivo. Es lo que el polímata Max Weber definiría como “el monopolio de la violencia pertenece al Estado”. Sólo a través de instituciones judiciales y policiales el Estado tiene el derecho a ejercer la violencia contra aquellos ciudadanos que transgreden las reglas. Fuera de esto, cualquier acto violento es ilegal con el objetivo de conseguir una sociedad pacífica.
¿Pero qué hacer cuando el propio Estado es injusto y causante de violencia social? Casi cualquier derecho social, laboral, político o humano sólo se ha conseguido mediante el uso de la violencia. Por ejemplo, actos violentos como la toma de la Bastilla y la decapitación de reyes en Francia sembraron la semilla para que nacieran nuevos Estados más justos y democráticos. Mediante rebeliones y guerras es como países se independizaron de sus metrópolis, ante la imposibilidad de un diálogo o mediación.
Así pues, podemos decir que la violencia de un pueblo contra un Estado se justifica únicamente cuando el segundo actúa opresoramente contra el primero (o una parte del mismo). También cuando dicho Estado es un títere de potencias extranjeras, o directamente es gestionado por gente ajena a la propia nación. Sin embargo, han ocurrido levantamientos que se han caracterizado por sus acciones rebeldes pero pacíficas. Dos ejemplos conocidos son la independencia de La India del imperio británico gracias al mahatma Gandhi, o el movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos con Martin Luther King Jr. ¿O esto es así realmente?
En primer lugar, deberíamos definir qué es violencia. En el diccionario de la RAE, en la cuarta definición para “violento, ta” pone: “Que implica el uso de la fuerza, física o moral.” No toda violencia implica usar la fuerza física, entonces. Si alguno de ustedes tiene una discusión con su vecino y éste, en venganza, pone su vehículo en la salida de su cochera, no duden que está siendo violento con ustedes sin haberles puesto un dedo encima.
Del mismo modo, cuando la comunidad afroamericana boicoteó a la compañía de autobuses Montgomery de Alabama por su práctica segregacionista en la asignación de los asientos, le causó un daño económico considerable que forzó a la empresa a cambiar de parecer al cabo de un año.
No nos engañemos, todo boicot es un acto claramente violento, aunque no se aplique fuerza física. El que usualmente se considere este tipo de actos como prácticas no-violentas es debido a que obedece a un fin moralmente como positivo, como acabar con la discriminación. Imaginen por un momento que organizaciones sociales conservadoras llaman a boicotear una serie televisiva con un trasfondo LGBT+ muy evidente. No faltarán titulares en prensa acusando a la acción de “violencia homófoba”. En este rincón filosófico siempre se va a estar atento a exponer dobles baremos sociales como éste.
El caso de Gandhi y La India es similar, pero más complejo. El movimiento de resistencia pacífica utilizó técnicas de boicot como la marcha de la sal. Con esta medida, Gandhi y sus seguidores pretendían presionar al gobierno colonial británico para que no comerciara con el producto salino en contra del pueblo hindú. De manera hábil y astuta, el mahatma devolvió la pelota al tejado inglés.
Éste sería otro caso de violencia económica que etiquetamos erróneamente como pacífico o no-violento sólo porque su finalidad es válida. También es llamativo que la popularidad y aprecio del pueblo hindú por Gandhi era su verdadero escudo: aunque fue encarcelado por esta acción por nueve meses, terminó liberado por el virrey al ver que era imposible encarcelar a todo el país por un acto tan sencillo, y que esto traería una verdadera lucha armada. Así que por mucho que nos pese, la India no se liberó completamente por métodos pacifistas como tradicionalmente creemos. Fue un proceso donde conjugaron más fuerzas y no todas de carácter amable o no-violento.
La definición más exacta de violencia sería la de que son vatios métodos ajenos al diálogo y la negociación, físicos o psicológicos, que buscan obligar a terceros a cambiar su conducta o desistir de sus planes para imponer a cambio los propios. Se emplea en todo proceso de socialización de un individuo, cuando pagamos impuestos (¿puede haber algo más violento que el nombre de “impuestos”?) o durante un juicio; pero en lo referido a movimientos sociales y política, la violencia en todas sus formas es utilizada tanto por gobiernos como pueblos en las relaciones que mantienen entre sí.
Si el Estado es tiránico, hará un uso más crudo y exclusivo de la violencia para mantener su poder. Del mismo modo, el pueblo sometido puede terminar por derrocar a dicho gobierno tiránico e injusto siendo más violento aún.
Así pues, es esencial saber cómo aplicar la violencia, en qué cantidad y sobre todo con qué finalidad. Y será con esto último, como vimos en los ejemplos anteriores, que podremos valorar moralmente dicha violencia como positiva o negativa, de generadora y justificada o de lo contrario, aunque todo esto no sea tarea fácil.
Este pasado 8 de marzo, durante la manifestación de colectivos feministas por el día de la mujer trabajadora en Chihuahua capital, tras pintar con sprays de pintura las paredes y romper cristales del palacio de gobierno municipal, unas activistas llegaron a prender fuego las puertas. Muchos han visto en este tipo de actos un ejemplo de lucha social por un colectivo tradicionalmente maltratado en la sociedad mexicana, el de sus mujeres. Otros sólo aprecian vandalismo y rebelión injustificada. Para ver si estos actos violentos están justificados, cabe preguntarse qué es un luchador social entonces.
Un luchador social es una persona o colectivo cuya motivación es un bien superior para su sociedad. Los asaltantes de 1789 de la fortificación de la Bastilla en París, Gandhi, Rosa Parks y Martin Luther King coincidirían en esta descripción. Lo mismo puede decirse de las feministas referidas: buscan una sociedad más respetuosa e igualitaria con la mitad de ella, las mujeres. Sin embargo, hay una diferencia notable en estos ejemplos: los primeros, los luchadores sociales consagrados por la historia, eran ante todo personas que asumían las consecuencias de sus actos. Sabían que iban contra el orden establecido, y estaban dispuestos a ser arrestados, abusados, torturados e incluso perder la vida por aquello que luchaban. Como decía Jean-Paul Sartre, somos libres de hacer con nuestras vidas lo que queramos, pero no de las consecuencias de dichas decisiones. O como bien sabían los antiguos griegos, la libertad sin consecuencias es en realidad libertinaje que no conduce a nada bueno.
Cuando vemos como (y no solo en Chihuahua) en anteriores manifestaciones del ocho de marzo se ha tolerado la destrucción y daño de patrimonio público, se está lanzando un claro mensaje de impunidad: “éste y sólo este día del año es especial, y puedes hacer lo que quieras utilizando la excusa de la lucha feminista”. Y es así como se ha permitido que la violencia escale a límites injustificables, como los que vimos en la última ocasión.
Es fácil justificar lo ocurrido diciendo que la violencia contra las mujeres es peor, que los distintos niveles de gobierno no hacen nada; pero la realidad es que México lleva décadas publicando leyes que protegen cada vez más a las mujeres. El problema no son estas leyes ni sus legisladores, el problema de México es precisamente la impunidad y corrupción que afecta a todos, hombres y mujeres, causando ineficacia en la aplicación de dichas leyes. Y resulta paradójico e hipócrita que se pretenda resolverlo mediante otro ejemplo de impunidad y “dejar hacer”, lo que ha venido siendo con estas protestas violentas.
Regresando al primer ejemplo histórico, si no podemos considerar a “la purga” como modelo de justicia social a seguir, tampoco podemos hacerlo con estas manifestaciones incendiarias, más que nada porque ambos se basan en la venganza y la impunidad para llevarlos a cabo, en vez de en la justicia y la responsabilidad. Es un insulto precisamente para las 129 trabajadoras que murieron luchando por sus derechos en marzo de 1908, que un grupo de mujeres que dicen honrarlas lo hagan bajo un corrompido manto de victimismo impune. Impunidad y corrupción que, como ya he señalado, son las verdaderas causantes de sus problemas.
Así como Estados Unidos tiene un grave problema cultural con el uso civil de las armas, México tiene el suyo propio fruto de mezclar violencia, ignorancia, permisividad, corrupción e impunidad. Todo un círculo vicioso. No bastará con unos cambios legales o de administraciones políticas, sino que México, como pueblo y sociedad, necesitará revisarse a sí mismo para no tolerar más lo intolerable: desde protestas belicosas hasta el maltrato a los que menos pueden defenderse. Hemos de perder esa costumbre de, llegados a las fechas señaladas, gritar y hacer ruido para ser escuchados. En su lugar debemos trabajar en el día a día para cambiar con pequeños pero significativos actos, y abandonar esta cultura que tan magistralmente retrató Octavio Paz al decir “pobres mexicanos que cada 15 de septiembre gritan por espacio de una hora para callar el resto del año”.