Los contractualistas, o esos filósofos que contrataron no parecerse en (casi) nada entre ellos
En el anterior artículo se analizó como evolucionó la filosofía política desde el pragmatismo idealista de Aristóteles (como respuesta al idealismo total de su maestro Platón) al pragmatismo realista de Maquiavelo, con un enfoque ya totalmente humanista. Es práctica común en la historia del pensamiento que haya un precursor que abre senderos que otros sí terminarán. Por ejemplo, Descartes fue el precursor de la filosofía moderna y la epistemología, a quien le seguirían otros racionalistas como Spinoza y Leibniz; quienes estaban enfrentados a los empiristas ingleses como Locke, Berkley y Hume. Similar ocurre con Kant, que cierra el camino de los anteriores y abre nuevas posibilidades que no termina de experimentar en su pensamiento, pero sí harían los románticos e idealistas alemanes como Fichte, Schelling y Hegel.
Algo así sucedió con Maquiavelo y los contractualistas: el pensador florentino irrumpió como elefante en una cacharrería llena de trastos oxidados y desgastados por el uso (cuyo nombre era “filosofía política antigua y medieval”) y esto permitió que una nueva hornada de filósofos políticos experimentara nuevos caminos. Los tres más conocidos pertenecen a épocas distintas y llegan a conclusiones incluso opuestas (¡nada raro en filosofía!), pero tienen en común la teoría de que la sociedad y el poder político se originan mediante un contrato o pacto social. Son los conocidos como los contractualistas: Thomas Hobbes, John Locke y Jean-Jacques Rousseau.
El caso de Hobbes es el de alguien venido a un mundo oscuro y peligroso. Según él mismo relataba, su madre lo parió junto a su gemelo, el miedo, pues inició el trabajo de parto al oír que llegaba la Armada Invencible de España a atacar Inglaterra. Más adulto, Hobbes tuvo durante su educación en Oxford roces con el sistema escolástico de enseñanza, demasiado rígido y obtuso para su gusto. Luego vivió las luchas de poder (cuando no guerras) entre monárquicos y parlamentaristas, y por sus ideas (filosóficas, fueran políticas o no) se vio obligado a exiliarse fuera de su tierra natal en diversas ocasiones
Fue precisamente con la publicación de su obra magna, El leviatán, que Hobbes se puso en el ojo de huracán: los realistas lo despreciaban por no ver en el poder del rey un origen divino, y los parlamentaristas no terminaban de aceptarlo porque prefería la monarquía absoluta a la república o monarquía parlamentaria. El reconocimiento y estima por parte del rey Carlos II en el nuevo régimen inglés le otorgó cierto grado de protección que evitó su encarcelamiento por hereje en 1666 por orden de la Cámara de los Comunes. Se quemaron dos veces sus libros, en vida y a su fallecimiento, y sufrió de la censura a la hora de publicar sus textos por largos periodos de tiempo.
En un contexto social, religioso y político tan polarizado, cargado de tensiones y conflictos armados, no es raro que Hobbes pensara que “el hombre es el lobo del hombre”, que es fácil caer a “un estado de guerra de todos contra todos” o la creencia de la necesariedad de un poder fuerte que nos obligue a vivir en sociedad de manera civilizada. Hobbes es el filósofo que justifica el autoritarismo, en cierto modo paternalista, pero su contribución a la filosofía política es esencial porque pone en el origen del poder político no a Dios, sino el contrato social: nuestros ancestros pactaron por seguir a un líder mientras este trajera la paz entre todos mediante el uso de la fuerza del dirigente. Como humanos, cedemos libertades en favor de la paz.
El inglés da un paso más allá de Maquiavelo, exponiendo que todo lo que es la sociedad humana se debe a ese contrato tácito. El poder político es para mantenernos unidos evitando el estado de guerra total entre todos. Sin duda, para Hobbes el hombre era malo por naturaleza y no le faltaron motivos en vida para llegar a dicha conclusión.
La filosofía de Hobbes justifica racionalmente, sin argumentos religiosos, la existencia de los primeros estados absolutistas. Con el fin de la Edad Media, los pequeños reinos se fueron uniendo unos a otros para crear los primeros Estados modernos grandes e incluso imperios. Y debido a esto, era necesario la figura de un rey poderoso y definitivo que mantuviera unida la nación mediante el uso de su fuerza para el bien de todos. Hobbes y su teoría política contribuyó sin dudas a que esto tuviera lugar; pero sus argumentos también sirvieron más recientemente, a comienzos de este siglo XXI, cuanto tras los atentados terroristas más mediáticos de la historia, las sociedades de más de medio mundo tuvieron que aceptar más seguridad en detrimento de ciertas libertades (cuestión polémica por siempre).
Para mostrar otro ejemplo menos siniestro y debatible, hay un episodio de la famosa serie The walking dead, en el que los supervivientes se dan cuenta que tomar decisiones democráticamente no es lo mejor en ese mundo tan peligroso. La democracia exige tiempo, discusiones y que los partícipes tengan un nivel de conocimiento y experiencia grande, lo cual no siempre era posible. Así que mientras están refugiados en una pequeña torre, deciden votar porque el jefe de todos sea Rick Grimes, el protagonista. No hay mejor ejemplo en la cultura popular reciente que éste para resumir la filosofía de Hobbes: en un mundo peligroso el liderazgo fuerte e incuestionable (pero nacido del consenso) es esencial para sobrevivir como grupo. Y no sólo de peligros externos, sino internos. No olvidemos que precisamente en estas películas, son los propios supervivientes los que siempre terminan por cometer fallos que causan su caída en las hordas de los muertos vivientes.
Con otro punto de vista y unas décadas más tarde, John Locke rebatiría a Thomas Hobbes. Para su compatriota, el hombre no es mezquino y egoísta por naturaleza sino al contrario: somos empáticos y predispuestos a la bondad. Sin embargo, como seres biológicos tenemos necesidades que cubrir, y la manera en la que lo hacemos es mediante la propiedad privada: cercamos campos para cultivarlos o guardar nuestro ganado, construir nuestra vivienda o extraer riquezas del subsuelo.
Pero para Locke no podemos ser libres si en cualquier momento alguien reclama unas tierras o rebaños que consideramos nuestros. Aquí surge la necesidad de un tercero imparcial que pruebe la pertenencia y los límites territoriales o la titularidad de los bienes muebles. El verdadero garante de la libertad de los ciudadanos no es otro que el Estado, y lo hará mediante la defensa del derecho a la propiedad privada.
Así pues, aunque en un principio pueden sonar muy similares, hay unas diferencias radicales entre Hobbes y Locke. El primero, bajo una visión misántropa del ser humano, justifica los gobiernos autocráticos como garantes de la paz social. En cambio, el segundo pone a dicho poder político al servicio de los ciudadanos: lo que prevalece son los derechos individuales por los que el Estado debe velar. Esto no fue una vuelta de tuerca sin más para su época, sino una visión que invierte los roles en la relación ciudadanos-Estado que hasta entonces siempre había habido. Ahora el sirviente es el que hasta entonces era el dueño. Si hay un monarca no es para que le sirvan sus súbditos, sino para que éste haga lo posible para que los ciudadanos puedan gozar de manera efectiva sus libertades.
Aquí Locke encierra una llave que Hobbes no reconocía abiertamente en sus escritos: la justificación de la desobediencia civil e incluso la revolución. Si el Estado, sea monárquico o republicano, no cumple con el contrato social con sus ciudadanos; éstos tienen por naturaleza el derecho a deponerlo (incluso por las armas). Hobbes, por contra, sostenía que si el gobierno es débil será reemplazado por otro más fuerte por sus ciudadanos, entendiendo por fuerte todavía más autoritario. No así Locke, que justifica plenamente el acabar con un gobierno tiránico.
Estas ideas políticas han calado tan hondo en Occidente que se ha vuelto esenciales en nuestra visión política del mundo y la sociedad. Mientras Rusia, China, India, y demás países asiáticos y africanos siguen enquistados con modelos políticos propios de siglos anteriores al XIX, sólo Europa y América han logrado (con algunas excepciones o matices) orientarse a los gobiernos democráticos donde la ley impera por encima de todos, incluso los gobernantes. No es casualidad que las ideas de Locke se esparcieran rápidamente no sólo por Europa, sino también a las colonias americanas y de ahí el actual panorama político mundial.
Los aportes de Locke no se limitan a la teoría del contrato social y papel del Estado, también aportó las claves de la democracia moderna representativa y la división de poderes con su modelo de monarquía parlamentaria: el rey tenía el poder ejecutivo, pero el legislativo recaía en la cámara de representantes elegidos mediante sufragio popular. Al contrario que Platón, las ideas de Locke se aplicaron con éxito en su propia tierra natal y especialmente en Estados Unidos. John Locke es, sin duda, uno de los mejores ejemplos de que la filosofía es una disciplina más práctica de lo que comúnmente se cree. El que usted o yo poseamos derechos civiles se debe a ello.
Si para Locke la propiedad privada es clave de las libertades, lo que justifica el contrato social, para Rousseau también es así, pero justo al contrario: busca su supresión. Si para Locke el Estado está para garantizar nuestra libertad a través de la propiedad privada, para el franco-suizo es justo al contrario: el gobierno debe eliminarlas precisamente para garantizar la igualdad.
Rousseau, además de polímata, fue un adelantado a su tiempo, y por lo tanto incomprendido y odiado a partes iguales. Con fuertes rencillas con varios pensadores ilustrados, en especial con Voltaire, pasó buena parte de su vida viajando por Europa y allá donde iba sembraba la polémica. Bien por amoríos, bien por cruces de palabras (escritas o habladas), Rousseau despertaba sentimientos encontrados a su paso.
Pero en lo que refiere a su manera de pensar, establece las claves para pasar del pensamiento moderno e ilustrado al contemporáneo y romántico. Si lo verdaderamente importante es la libertad de todos, entonces debe haber un Estado que la garantice, pero no protegiendo lo que precisamente la limita: la propiedad privada. Se puede considerar a Rousseau también un antecesor del comunismo, o al menos de las filosofías más comunitarias e igualitarias. Su visión del hombre es intermedia entre Locke y Hobbes: somos buenos por naturaleza, pero la sociedad humana, que sólo nos enseña a acumular riquezas y posesiones, nos vuelve mezquinos, egoístas y ruines.
Su solución es clara: terminar con dichas posesiones para volver a una situación que recuerde en algo al estado natural (cuando no éramos dueños más que de nuestras vidas). Y esto es directamente incompatible con la figura de un monarca al cargo, como Hobbes y Locke sí sostenían: la única manera de gobernar es, precisamente, dirigiendo los gobernados. Rousseau es el filósofo republicano por excelencia, el que dirige su teoría política a las masas populares en contra de la burguesía. Pero también se le puede considerar el que cimenta las ideologías totalitarias y extremistas, donde predominen más los sentimientos y emociones que la razón y la lógica. Todo un antiplatónico y visionario de los siglos que le siguieron.
Si con Maquiavelo se vislumbró la posibilidad de que la filosofía política fuera algo más que mera teoría, con el contractualismo (fuese absolutista, parlamentarista o republicano) fructificaron ideas y razonamientos que terminaron por llevarse a cabo con éxito (no exentos de problemas) en la práctica política. Se crearon también nuevos derechos a la sombra de una nueva ética política, y con el tiempo esto llevaría a nuevas luchas y mayores logros sociales.
Así que ya saben, si alguna vez en una barra de bar oyen a uno de esos pensadores adscritos a la corriente del “cuñadismo” decir algo como que para que sirve eso de la filosofía, pregúntenle si sabe gracias a quien puede votar o criticar abiertamente a nuestros dirigentes sin terminar en una mazmorra de por vida. Respecto a la mazmorra del pensamiento en que esté dicho sujeto, ahí ya no hay nada que hacer.