En el anterior artículo ya se vieron los problemas de Platón a la hora de llevar a la práctica su teoría política. Aunque se acuse ahora al sabio griego de idealista e impráctico, otros pensadores de la época ya se percataron del problema de diseñar complejos sistemas políticos para que luego fallen estrepitosamente cuando el factor humano entra en juego. Sin ir más lejos: Aristóteles, como discípulo y crítico constante de su maestro, se percató de este hecho.
Aristóteles era un meteco, es decir, un extranjero sin ciudadanía plena en otra polis. Nacido en Estagira, en la actual Macedonia, era libre en Atenas pero no podía acceder a la vida política de la ciudad. Este hecho, además de que era un verdadero polímata y sobretodo biólogo, probablemente le hicieron ver de otra manera la política además de su manera de filosofar. En lugar de pensar en la sociedad perfecta, el estagirita hacía un verdadero trabajo de campo: consiguió todas las constituciones y leyes principales de todas las polis griegas de su época, las estudió del derecho y del revés, y llegó a la conclusión de que todas en sí tenían su lógica, pues no había una manera única y correcta de dirigir una ciudad, como su maestro sí había sostenido.
Para Aristóteles, es deber de los dirigentes y ciudadanos el analizar sus recursos naturales, demográficos, comerciales, etc. para tomar una serie de decisiones económicas y sociales. Pero también era muy importante comprobar qué naciones rodeaban la tuya y obrar en consecuencia: si tus vecinos son belicosos como los espartanos o los persas, destina gran cantidad de recursos en tu ejército y alianzas políticas. Si tienes el privilegio de contar con una potencia cultural como Atenas de tu lado, aprovecha para comerciar con ella y trata de imitar sus planes educativos para mantener una sintonía beneficiosa para ambos. Si tu clima y tierras son buenas para cultivar, sácale provecho para suministrar comida barata a tus polis cercanas al grado de que dependan de ti.
Además, el sistema y estructura en el que reside el poder político es variado para el estagirita, quien reconoce tres formas virtuosas de gobierno, con sus respectivos equivalentes corrompidos: la monarquía, que debe cuidar de no caer en la tiranía; la aristocracia que corre el riesgo de volverse una oligarquía; y la democracia que siempre peligrará de degenerar en una demagogia. Aunque en su política Aristóteles elabora este abanico, se decanta por la aristocracia como la mejor forma de gobierno, sin decir por ello que las otras son directamente inválidas como sí hace Platón, quien excluye cualquier otro modelo social y político que no sea el recogido en La república.
Es por esto que la política en Aristóteles es, en apariencia, muy distinta a la platónica. Sin embargo, ambos comparten de fondo un gusto por una “filosofía primera” (lo que vendría siendo la metafísica): sostienen la existencia de una serie de principios y finalidades que dan sentido a todo en su origen y destino: hay bienes mayores e intangibles, y todo ser humano aspira a ellos de manera natural y racional. La política y sociedad no son más que otras expresiones para acercarse a dichos entes: para Platón era el concepto de Bien, mientras que para Aristóteles el estado personal de Felicidad o Plenitud. En la sociedad platónica, unos gobernantes que están inspirados por y para el Bien, logran esparcir éste entre los ciudadanos. En la aristotélica sucede parecido: si los que dirigen utilizan correctamente su raciocinio para adaptarse a las circunstancias darán la posibilidad de alcanzar individual y colectivamente la felicidad.
Si Platón es un idealista objetivo y tajante, Aristóteles es un idealista subjetivo y pragmático; pero idealistas, al fin y al cabo.
Durante la Edad Media no habría grandes cambios. Los dos mayores pensadores cristianos, San Agustín y Santo Tomás, a grosso modo cambian dichos conceptos metafísicos por otro, el de Dios: el Sumo Creador da sentido a todo como principio y finalidad, siendo la política otro aspecto que sigue esta regla. Todos los reyes medievales lo son por obra, gracia e inspiración divina, y así lo certifica la Iglesia en cada coronación. Así que, en líneas generales, la filosofía política sigue una línea ya trazada por los clásicos maestros griegos. Pero al término de esta, un renacentista surgirá como un soplo de aire fresco en la filosofía política.
Para entender la filosofía política de Maquiavelo hay que conocer un poco el trasfondo que le rodeaba: nacido en una buena familia florentina, conoció el esplendor de este pequeño reino protoitaliano y su posterior decadencia de la mano de varios políticos. Primero conoció a un buen líder, Lorenzo de Médici, y luego otro malo (hijo del primero) que hizo decaer tanto la ciudad como a la familia que la había dirigido en los últimos tiempos. Con ello llegó al poder un sacerdote, Savonarola, que impuso un régimen tan teocrático como rebelde con el Vaticano, siendo éste un Estado rival político del florentino. Este religioso, inspirado en sus ideales perfectos, no logró detentar mejor el poder que sus predecesores, siendo apresado en un motín, juzgado y ejecutado.
Es tras este periodo que Maquiavelo ejerce (con notable éxito) cargos políticos y diplomáticos de primer nivel en la nueva república florentina, siendo testigo de corruptelas en la sucesión papal, de traiciones entre supuestos aliados; influenciando en grandes lideres como el emperador Maximiliano I para que no invadiera los estados italianos, y colaborando para mantener la paz y orden en su tierra natal desaconsejando tanto el tomar medidas violentas en extremo como el mostrar un estilo de vida fastuoso que levantara suspicacias de los gobernados (esto es de hecho una máxima de su obra política).
Puede considerarse a Maquiavelo el perfecto ejemplo del político tan hábil como trabajador o “de raza”, lector de mentes e intenciones en sus pares, a la vez que detector de pasiones en el pueblo llano. Si tuviéramos que compararlo con un personaje de Star Wars, sería tan perspicaz como Palpatine aunque más cercano en buenas intenciones a Leia (sin caer en el idealismo de la princesa de los chongos).
Con la vuelta al poder de los Médici, Maquiavelo fue apartado de sus cargos políticos, acusado de conspirar contra dicha familia y en consecuencia desterrado, aunque no muy lejos de Florencia. Es durante este periodo que se dedica a escribir y produce, entre otras obras, El príncipe, con la intención de dedicarla al infante Lorenzo de Médici, futuro gobernante. Maquiavelo esperaba así reconciliarse con su padre y obtener el perdón.
A pesar de resultar en un intento infructuoso, Maquiavelo plasma en este libro de género principesco buena parte de su pensamiento político. No obstante, debe entenderse que el texto obedece a unos propósitos claros y por ello el autor no habla con la total libertad que sí haría en Discursos de la primera década de Tito Livio. Resulta tremendamente paradójico que El príncipe, entregado como un halago al futuro dirigente florentino, advirtiera en sus páginas al joven Médici precisamente de los halagadores.
Por poner un ejemplo, en su obra magna Maquiavelo se muestra claramente partidario de la monarquía (el título de la obra lo dice todo), pero en los Discursos deja claro que el poder desgasta y corrompe y que por ello es más probable que sea exitosa una democracia o aristocracia. Pero si El príncipe ha trascendido como una obra esencial de la filosofía política es por su carácter rompedor con todo lo anterior en esta rama. Se puede considerar el inicio del realismo político y, aunque a algunos les cueste creer, una de las primeras obras filosóficas humanistas, y por lo tanto renacentistas.
Lo visto hasta entonces en teoría política seguía las líneas claras del idealismo trazado por los antiguos griegos. Líneas basadas en su metafísica: el origen del poder proviene de y se dirige a entes abstractos como las ideas o Dios en el caso de los pensadores cristianos. Maquiavelo se muestra ajeno a estas cuestiones metafísicas, y pone en el centro del origen del poder político al ser humano: los reyes y gobernantes tienen el poder porque alguien debe detentarlo, no porque Dios lo haya decidido. Este pragmatismo realista (y no idealista como el aristotélico) es un giro copernicano para la época. Da igual el origen del poder porque el poder está ahí y hay que saber usarlo bien. Y aquí viene su segunda gran contribución en filosofía política: el poder es complicado de mantenerlo y ejercerlo, por lo que el gobernante debe mostrarse siempre digno de éste contentando a su pueblo, sin importar cómo.
La frase “el fin justifica los medios” nunca es pronunciada explícitamente en El príncipe, pero salta de entre sus líneas a la mente del lector. Pero no es un fin como la Felicidad aristotélica, el Bien platónico o la voluntad de Dios agustiniana: el fin del poder no es otro que mantenerse en el poder, y si un gobernante no lo logra es porque no ha sabido demostrar serlo ante sus ciudadanos. Esta idea recuerda en mucho al concepto “el mandato del cielo” del oriental Confucio. En sus textos llega a conclusiones parecidas el pensador chino respecto del florentino: si no demuestras ser digno del poder político, éste pasará a otro (un líder rebelde, un general golpista o una nación extranjera).
Sin embargo, Maquiavelo no hace ascos a cualquier argucia para conseguir ésto. Por ejemplo, recomienda mantener las apariencias y no mostrarse ante los gobernados como un dirigente rodeado de excesivos lujos. Éste fue un error notable que el pensador observó en los Médici (que los llevó a su caída), y algo impensable para la tradición política griega y cristiana: ¡el gobernante debe ser virtuoso y por lo tanto honesto y modesto, no aparentarlo! Pero Maquiavelo, al contrario que ellos, conoce mejor ese lado abyecto del ser humano común: sabe que no somos seres puros y esencialmente racionales, sino lo contrario: seres pasionales con leves e inconstantes trazos de razón en nuestro pensamiento. Maquiavelo era un verdadero telépata, y veía los recelos infundados o no de los gobernados respecto a sus líderes; pero también las ambiciones y pulsiones personales de los políticos que los orientaban incluso a arruinar sus naciones.
Por ello, el renacentista abandona cualquier búsqueda de un fin tan intangible como impráctico en la realidad mundana, y opta por recomendar en sus textos con mantenerse atentos a todo: a gobernados y administradores, aliados y enemigos, halagadores y críticos. Y todo esto para decidir lo mejor para contentar al pueblo, tanto en verdad como en apariencia. Maquiavelo llama a ser tan autocrítico como astuto, tan práctico y realista como prudente y planificador a largo plazo. Sus ideas políticas influenciaron mucho a posteriores teóricos como Hobbes, pero su visión del ser humano, tan poco amable como (paradójicamente) amante de éste y sus imperfecciones, le acercan incluso a Nietzsche. No olvidemos que el prusiano clamaba por abrazar nuestro lado pasional e irrefrenable, a no vernos únicamente como seres racionales acorde a la escuela griega. Maquiavelo supo ver esto cuatro siglos antes, aunque enfocado más a la esfera política.
Como sea, muchos emperadores romanos y reyes de la Alta Edad Media podrían considerarse dignos estudiosos del autor de El príncipe. Pero también en la actualidad más digital ningún político o personalité de nuestros días escaparía de maquiavelismos como “la mujer del César no sólo debe ser digna, sino además aparentarlo”. Quizá hay tras todo esto un contrato implícito que nos lleva a asumir roles, y no dejamos de ser todos en todo momento meros actores de la gran función que es la sociedad humana. Pero sobre contratos sociales hablaremos más en el siguiente artículo (¡Hobbes, Locke, Rousseau: calienten que salen!)