…O LA NO-FILÓSOFA DE LA FILOSOFÍA POLÍTICA
En el anterior capítulo de filosofía política, habíamos estado viendo cómo las ideas de Marx caen en el mismo error que Platón. Es decir, al igual que Platón buscó la creación de un estado ideal y perfecto (el comunista) que acabara con todos los problemas de la sociedad (muy especialmente el de la desigualdad social), pero en el proceso cometió también el error platónico de idealizar al ser humano, obviando cual es la verdadera esencia humana frente al poder (o incluso antes de conseguirlo).
Marx nunca imaginó que sus postulados se cumplieran en países pobremente industrializados como la Rusia zarista, y mucho menos que su ideología sentaría las bases de un gigantesco monstruo que devoraba (o amenazaba con ello) a cualquier otra nación o individuo que se le opusiera. Similar ocurrió con su patria natal, Prusia (reconvertida en Alemania), que caería en un movimiento político totalmente opuesto pero con las mismas ambiciones de expandirse destruyendo a toda ideología, país o persona que se opusiera en sus planes.
Este nuevo problema político jamás antes visto, el del surgimiento de sistemas políticos como el nazismo y el socialismo soviético ante la debilidad de las socialdemocracias occidentales, sería el que la no-filósofa Hanna Harent estudiaría en su teoría política, pero haciendo responsable y solución de todo esto no a entes, ideas o sistemas; sino hasta el último individuo que formase parte de la sociedad.
¿Pero quien era Hannah Arendt y porqué es una no-filósofa si estudia y teoriza sobre la política? Veamos un poco su perfil.
PERFIL
(Jo)Hannah Arendt nació en una familia judía alemana en Hannover, Alemania en 1906. Fue estudiante de maestros como Heidegger (de quien se dice que fue por un breve periodo de tiempo su amante), Hartmann, Husserl y Jaspers, entre otros. Tuvo amistad con varios intelectuales alemanes de la época durante su juventud (con algunos de ellos de por vida) y ante el advenimiento del nazismo, tomó la postura de resistir y luchar activamente contra éste aunque varios de sus colegas le desaconsejasen. Su casa sirvió de refugio a judíos que huían de la persecución y esto le supuso al ser descubierta por la Gestapo el ser arrestada por ocho días, y finalmente opta por exiliarse de la Alemania nazi.
Para aquel entonces, Arendt estaba casada con Günther Anders, también filósofo de origen judío. Sin embargo, la proximidad de su marido a posturas políticas comunistas favorables al estalinismo la motivan entre otros eventos a divorciarse y posteriormente a casarse con Heinrich Blücher, otro filósofo que, si bien era comunista, se mostraba muy crítico con el régimen de Stalin en Rusia.
Es durante esta época que Arendt se hace cargo en Estados Unidos de su familia (ella, su madre y esposo) trabajando como periodista. Al término de la guerra visita Alemania en varias ocasiones, donde deja claro en cartas y otros textos que los ciudadanos de su tierra natal no se sienten tan responsables como víctimas de la guerra y muy especialmente de los campos de exterminio. Campos de los cuales apenas escapó ella cuando el régimen colaboracionista francés de Vichy la tuvo apresada junto a su esposo con varios judíos esperando a ser “reubicados”…
Es aquí y ahora que podemos ver dos características personales que se reflejarán en la obra de Arendt: la exposición y crítica de los regímenes que bautizó como totalitarios con su obra magna Los orígenes del totalitarismo (1951) y la acusación particular a cada ciudadano que no tome partido en frenarlos.
Pero el evento que expuso todo esto, poniendo en el foco mediático mundial a la propia Arendt, fue su artículo periodístico, luego libro (La banalidad del mal, 1963) sobre el juicio en Jerusalén del nazi criminal de guerra Adolph Eichmann. Es aquí donde deja claro que la responsabilidad colectiva parte de la responsabilidad individual, y que por lo tanto todos tenemos un grano que aportar o dejar de aportar en el levantamiento de una maquinaria monstruosa como fue la Alemania de Hitler, o peor aún su sistema industrializado de genocidio del que Eichmann fue sólo un engranaje más.
LA BANALIDAD DEL MAL Y EICHMANN
Cuando Adolph Eichmann fue apresado por el Mossad (servicio de inteligencia israelí) en Argentina y traído clandestinamente al país mediterráneo, Arendt se ofreció al periódico New Yorker para cubrir el juicio. No era para menos, pues era la primera vez que un criminal de alto perfil de la Alemania nazi, evadido desde 1945, era apresado e iba a ser juzgado por Israel en lugar de EEUU o la URSS. Eichmann estuvo al cargo del buen funcionamiento de la red de ferrocarriles que se encargaba del transporte de los judíos (entre otros colectivos) a los campos de concentración y exterminio, como el especialmente conocido infame campo de Auschwitz.
La defensa de Eichmann fue ortodoxa e imitadora de la de los criminales nazis juzgados en Nuremberg: él solo seguía órdenes. Eichmann siempre dijo que era un funcionario más, que no sentía odio o siquiera animadversión por los judíos, que incluso conoció a algunos antes de su entrada en el partido nazi, y que lo único que buscaba era cumplir con una labor profesional que tenía a su cargo por pura responsabilidad y deber. Muy deontológico y kantiano, como buen alemán.
Obviamente esto no sirvió de nada y, como en los procesos a sus predecesores, fue encontrado culpable, ejecutado en la horca, cremado y esparcidas sus cenizas en un lugar desconocido del Mediterráneo.
Hasta aquí nadie vio nada extraordinario, dentro del contexto de ser el primer juicio que celebraba Israel contra uno de los facilitadores del genocidio del pueblo judío. Pero esto no fue así para Arendt, quien encontró la polémica más agria al describir a Eichmann “como un don nadie en vez de la encarnación del maligno”. Esta afirmación no hubiera sido tan llamativa como la que siguió, en la que la pensadora acusaba a los consejos y autoridades judías de “ser tan responsables como el propio Eichmann del crimen que se le acusaba al haber pedido a los deportados judíos que colaborasen y no se resistieran al transporte ferroviario”.
La tormenta de mierda que cayó sobre la no-filósofa es de las más grandes recordadas en el siglo XX. Pensadores, religiosos, víctimas y familiares del Holocausto se refirieron a ella como traidora a la causa judía (de la que ya era abiertamente crítica). Todos interpretaron sus palabras como una defensa del nazi y una acusación de las víctimas judías al equiparlos a éste. Finalmente, Arendt dio una ponencia donde exponía a fondo su tesis de la banalidad del mal que, aunque no sigue exenta de polémica, no deja de ser una de las más brillantes en la actualidad en filosofía ética y política.
El punto de Arendt es que todos buscamos idealizar a los criminales como verdaderos monstruos cargados de furia y rencor a los demás, cuando la realidad es que muchos de esos individuos son tan comunes y corrientes como nosotros. Eichmann era un mero engrane en una maquinaria compleja que se dedicaba al exterminio de toda una etnia. Como él dijo, no compartía los ideales del odio hacia los judíos, pero cumplía con su labor “porque era su deber como alemán y como oficial de ferrocarriles”. Y es aquí donde Arendt entra a decir que como individuos partícipes de una sociedad, es responsabilidad nuestra el evitar que se den esta situaciones. Cuando sólo aspiramos a ser unos mediocres Eichmanns que no cuestionan a sus líderes o el actuar de su pueblo, el resultado es el horror que todos conocemos. Como ciudadanos éticos y políticos, Arendt ve una exigencia de ser tan brillantes como críticos. Ejemplo de ello fueron los integrantes de La rosa blanca, El círculo de Kreisau o Los jóvenes del swing. Todos ellos ciudadanos que no se dejaron engañar por el discurso nazi y que ejercieron una resistencia activa o pasiva contra el régimen que era a vista de cualquiera claramente inmoral.
Y de ahí su crítica a los jerarcas judíos, quienes en vez de oponerse a sus carceleros que los llevaban a una muerte lenta y segura en los campos, pidieron a su pueblo ser sumiso y colaborar en su propio exterminio. Arendt es clara en el sentido de que toda resistencia por parte de los judíos no habría sido exitosa en un plano práctico: igualmente habrían sido llevados a la fuerza sí o sí a los campos, igual que la resistencia en los guettos de Polonia fue futil frente al poderío de la Wermach. Pero el deber moral de todo ciudadano es el de resistirse de la manera que le sea posible ante eventos que son manifiestamente injustos.
El experimento de Milgram explicaba desde el punto de vista de la psicología como los humanos tenemos esta tendencia natural a obedecer a figuras de autoridad. Es lo que parece una respuesta biológica en la que se cimienta nuestra sociedad para que sea funcional: obedecer a la autoridad facilita que la sociedad funcione. Pero Arendt llama a obedecer no por coacción sino por convicción racional y ética de que los que dirigen están haciendo lo correcto, o al menos no lo moralmente reprochable.
Evidentemente, esto es más fácil de decir que de hacer. Pero cuando la propia Arendt fue una rebelde en la Alemania nazi, viviendo en carne propia la represión y persecución, no hay argumento moral que se oponga a su lógica. Porque el análisis político de la Alemania nazi la propia Arendt ya lo habría hecho con anterioridad al juicio de Eichmann.
LOS TOTALITARISMOS
Para la no-filósofa, la política es un acto comunal y social por medio del cual los humanos pretenden alcanzar la trascendencia, al menos como grupo. De ahí que solo considere posible la política en Estados democráticos que implica la participación (en un grado u otro) de todos sus miembros. Cuando las decisiones de una nación caen en un grupo reducido de personas o en una sola y su familia, la política no es posible para Arendt.
Por otro lado, para la germana la filosofía es un acto personal que pretende lo mismo que la política (alcanzar la trascendencia), pero cambia el enfoque plural y activo por uno individual y pasivo. El filósofo contempla la naturaleza y el tiempo, el Ser como diría el maestro de Arendt, Heidegger; y a partir de aquí comienza su viaje mental hacia lo que está más allá y permanece, preparándose en vida para cuando ya no esté.
Por ello, para la pensadora la política y la filosofía, a pesar de compartir los mismos fines, toman caminos totalmente opuestos, y no existe como tal la “filosofía política”, es un oxímoron: o se es filósofo o se es político. O a ratos se filosofa y a otros se politiza. Pero no se puede ser a la vez filósofo y político, no se puede ser un “filósofo de la política”. Es por esto que ella prefería ser tratada como “teórica política” o “especialista en teoría política” en lugar de “filósofa política”.
Su obra más importante, aunque no tan conocida como la referida a el caso Eichmann y la banalidad del mal, es la teoría de los totalitarismos que desarrolló en sucesivas ediciones y partes por más de una década. En esta, analiza el origen del antisemitismo en Europa, y vislumbra la diferencia entre los regímenes autoritarios “hacia dentro” de los imperiales (o “hacia fuera”) pero sobretodo de los totalitarismos.
Arendt ve unas claras diferencias entre dictadores contemporáneos a Hitler y Stalin (totalitaristas), como Mussolini y Franco (autoritarios) y sus regímenes. Los totalitarismos comparten:
- el control total de la población y supresión de las libertades casi por completo
- apoyo incondicional por parte de intelectuales y artistas, o al menos una buena parte de ellos por un periodo largo que permita instaurar el régimen
- la utilización del terror como medida de control, tanto por fuerzas de seguridad estatales, como la de infundir odio a unos enemigos internos o externos (reales o imaginarios)
- la elevación de la ideología que sustenta el régimen a niveles casi místicos o religiosos
- adoración mesiánica al líder y culto a su personalidad, en algunos casos hasta considerarlo un Dios
- y muy especialmente, la consideración de toda forma de organización política o social distinta (dentro o fuera de la nación) de peligrosa y por consiguiente se busca la destrucción de toda oposición mediante la expansión a otros territorios
Sin embargo, Arendt es clara en que para que dichos totalitarismos triunfen deben de conseguir la adhesión de una gran parte de la población. Mediante una ideología política firmemente sostenida por pensadores y teóricos (caso del estalinismo) o de un llamado a las emociones y sentimientos (caso del nazismo); y junto al uso intensivo y radical de la propaganda, los totalitarismos consiguen embaucar a la población. Pero este embaucamiento no busca que los miembros de la sociedad cedan en algunas de sus libertades en pos de la seguridad o de unos objetivos considerados justos y deseables (como establecía el contractualista Hobbes en El leviatán); sino de entregar prácticamente todo (incluso sus vidas de ser necesario) por la causa del régimen totalitario.
Y es aquí donde Arendt detecta el talón de Aquiles en los totalitarismos: en los propios ciudadanos. Como señalaría polémicamente con La banalidad del mal, es deber y derecho de cada ciudadano el poner un alto a las decisiones moralmente reprochables de nuestros líderes. Es obligación de cada uno de nosotros evitar que la Alemania de la república de Weimar se convirtiese en el régimen nazi de 1933 a 1945. Y es aquí donde la propia filosofía y más el pensamiento crítico ejercen una labor impagable. Porque cuando un pueblo piensa y actúa con valentía, no es posible la sinrazón y crueldad de los totalitarismos.
EN LA ACTUALIDAD
Ha habido filósofos que reflejaron con la brillantez de su pensamiento toda una época (caso de Platón o Kant). Otros en cambio, se dedicaron a ponerlo todo patas arriba y cambiarlo por siempre (caso de Marx, Locke o Nietzsche). Pero hay un tercer grupo que ejerce otra labor no menos importante, que es la de ser la conciencia de una sociedad que se orilla a caminos peligrosos o cuando menos cuestionables. Aquí entrarían Sócrates, Deleuze o la propia Arendt. Personalmente, yo los llamo “los Pepito Grillo” que con sus consejos nos advierten qué hacer o qué no. El mensaje de la no-filósofa alemana es claro: que tu país no se convierta en una Alemania nazi o Rusia estalinista depende ti. Por pequeño que sea tu grano, debes aportarlo porque lo contrario o la indiferencia es también ponerte del lado de los totalitarios.
Y aunque no es comparable aquellos regímenes del horror con las sociedades actuales occidentales, sí que es indudable que vivimos una época donde la democracia se ha devaluado a la más absoluta indigencia política y moral: el populismo, la polarización y la propaganda de nuevo se ven desatadas como si estuviéramos en la Europa de hace noventa años. No es casualidad que personajes tan deleznables como Trump, Biden, Rajoy, Sánchez, Peña Nieto u Obrador hayan alcanzado la presidencia de sus respectivos países como cerdos triunfantes en su lodazal de mentiras, corrupción y falacias. El nuevo dogma inamovible es el relativismo absoluto, fruto de un nihilismo carcinógeno tanto para la política como para la ética. Y sólo mediante una educación (que no enseñanza) basada en la filosofía y pensamiento crítico podrá evitarse males mayores que nos acerquen a lo vivido hace más de ochenta años.