Me encontraba en el centro viejo de la ciudad, frente a una enorme casona, que parecía haber sido convertida en diversos departamentos. La fachada demostraba descuido, pues la pared, en algunas partes, había perdido el recubrimiento; ahí se podía observar la estructura de adobes, los antiguos restos de paja de trigo que, de cuando en cuando, sobresalían entre los ladrillos, delataban la antigüedad del edificio.
Todas las puertas estaban abiertas, como invitando a los transeúntes a entrar y enterarse de lo que hubiese adentro. No resistí la tentación y pasé por la puerta más cercana a mí. Una nueva sorpresa se me presentó. Por dentro, el edificio estaba bien preservado, me encontré en un gran patio rodeado por muros con más puertas de madera, viejas, pero bien conservadas y cerradas, hacía arriba se observaba un segundo nivel, al que rodeaba un balcón a todo lo largo de las cuatro paredes, sostenido por vigas de madera labrada, que se incrustaban firmemente en el suelo del primer piso.
Me quede ahí dudando. ¿Ahora qué hago?, me pregunté. Y sin más, decidí entrar por una de las puertas que se encontraban a mi izquierda, una nueva sorpresa me esperaba: Pasé a otro patio, esta vez pequeño, al parecer daba servicio a unos pocos departamentos, pues sólo tres puertas se veían en él. Pero lo que más me impresionó fueron las paredes. En estas había dibujos de buena calidad y me llamó la atención el de la derecha, pues en él se representaban personas vestidas al estilo de principios del siglo 20, hombres con sombrero de bonete y trajes con solapas redondeadas y mujeres con vestidos largos y bordados en la base, con peinados en los que abundaba el pelo recogido en la parte superior de la nuca; algunos estaban de pie y otros sentados en sillas de madera, todos mostraban sufrimiento o dolor en sus rostros. Caminé observando las figuras y unos metros después comprendí el porqué: En una silla de dentista estaba sentado un paciente con la boca abierta como si fuese a tragarse un melón entero, pero lo que entraba en ella era una enorme jeringa con la aguja más aterradora que el lector pueda imaginar, esto sostenido por el galeno que trataba de curar a aquel paciente, más doliente que tembloroso; ahí comprendí la razón del temor que se reflejaba en los rostros que había visto algunos metros atrás.
Al terminar este mural, seguía otro cuyos detalles no recuerdo, puesto que mi atención fue atraída por una escalera, también de madera, cuyo barandal estaba pintado en tonos color pastel, rosa, verde, azul, amarillo y morado.
Una voz interrumpió mis pensamientos. “Puede subir”, escuché y, al voltear hacia el sonido, me encontré con un grupo de personas sentadas en una mesa decorada con un mantel a cuadros de colores semejantes a los de la escalera. En medio de la mesa se encontraba una olla llena de tamales, de los que subía un vapor de aroma que abría el apetito, todos ellos tenían ante si cazuelas de barro con algún caldo. “Debe ser pozole —pensé. Han de estar festejando el año nuevo”. Agradecí la atención y subí por las escaleras hasta llegar a lo que había visto desde abajo como un balcón, pero en realidad pareciera otro gran patio en el que, para mi sorpresa, me encontré con mi amigo Enrique Blas.
“Hola. Vine desde Chicago a visitar a este pueblo mágico”, me comentó.
Caminamos conversando con agrado, hasta que oímos un tumulto detrás nuestro y al voltear vimos, para nuestro espanto, que una enorme bestia en cuya cabeza sobresalían dos astas que tendrían cerca de un metro de largura cada una y puntas afiliadas; venía hacia nosotros con toda la velocidad que la fuerza de sus patas le daba. Corrimos hasta encontrar una puerta en la que nos metimos, pero, en forma extraña, la bestia siguió tras nosotros, Enrique se encontró con una cobija tirada en el suelo y, como por instinto, la extendió frente a sí, tratando de cubrirse para que el enorme animal no lo viese, pero el viento movió la manta y la bestia arremetió, con la cabeza baja, contra la cobija, queriendo ensartarla con sus afiladas astas; Enrique no se movió y la mole pasó junto a él, sin causarle el menor daño, esta escena se repitió varias veces, hasta que llegaron unas personas con cuerdas y dominaron al animal que nos había atacado.
Vaya susto que nos llevamos, me despedí de Enrique, pues era hora de despertar de ese extraño sueño.
Deseo a mis apreciados lectores que este año que inicia, este lleno de salud, para que cuando acudan al dentista no sufran, pero que también esté lleno de esa magia que hace a la vida digna de vivirla, acompañada de la habilidad necesaria para superar los obstáculos que se nos presentan, en ocasiones en forma de una bestia sin control, que arremete contra lo que no es de su agrado.
—Oscar Müller Creel es doctor en Derecho, catedrático y conferencista. Puede leer sus columnas en www.oscarmullercreel.com