Los anillos concéntricos que se observan en el tocón de un árbol nos pueden decir la edad de este, pues cada uno representa el crecimiento que tuvo en el año respectivo y además nos indican circunstancias propias del clima y las condiciones que rodearon al vegetal durante su vida, así, dependiendo del grosor y color del anillo, se puede saber si ese año hubo buen clima y condiciones de agua, e inclusive, quienes saben leer esas señales, pueden detectar los incendios que se sucedieron, como también se puede saber si el año fue frío pues en ese caso los anillos son más delgados, significando que el árbol creció poco durante esa temporada.
Le llaman “El mínimo de Maunder”, se refiere a una época comprendida entre 1645 y 1715 cuando la temperatura en el planeta descendió un promedio de 1.6 grados centígrados, que pudiera no parecer mucho, pero que, si influyó sobre todo en las zonas frías, como son los Alpes, donde los arces y los abetos crecieron poco, sus anillos fueron estrechos y por tanto los árboles que maduraron durante ese tiempo tenían una madera más densa.
Había sido aprendiz del famoso fabricante de violines Nicolò Amati y una vez concluido su aprendizaje el joven Antonio Stradivari instaló su taller cercano a la plaza San Domenico de Cremora, en el norte de Italia. Durante años, los violines y cellos que fabricaba con especial habilidad se hicieron famosos; fueron elaborados, entre la última década del siglo 17º y las dos primeras del 18º, con madera de árboles de anillos cerrados de los Alpes y se dice que esa es una de las causas de la extraordinaria sonoridad de los violines que llevan su nombre: Stradivarius.
Era tibia aquella tarde de verano en el parque Higland junto al Lago Michigan, llegamos temprano, el sol apenas empezaba a esconderse en el horizonte y logramos un buen lugar en el prado frente al pabellón, en el que, como parte del Festival Ravinia, se presentarían la Orquesta Sinfónica de Chicago y el virtuoso violinista Joshua Bell.
Al ir llegando la oscuridad, esta era acompañada por el constante chirrido de las cigarras que, en un intenso frenesí sexual, trataban de atraer a las hembras para aparearse y, como el prado estaba rodeado de árboles en donde viven y de los que se alimentan, nosotros nos veíamos también envueltos en la estridencia causada por la caja de resonancia de esos insectos.
La orquesta empezó a tocar, interpretando la 9ª sinfonía de Shostacovich, las notas que brotaban de los instrumentos, mezcladas con el sonido de las cigarras parecían formar un lago sobre el que bailaban las olas que producía la armonía de la orquesta y, en esta combinación, era como si la naturaleza y la creatividad humana se unieran, para satisfacer el espíritu de los cientos de personas, que escuchábamos.
Llegó el turno a Joshua Bell y su violín Huberman Stradivarius, fabricado en 1713 con aquella madera densa de los arbóreos alpinos, la orquesta interpretaba el fondo y en un momento, las notas formadas por el virtuosismo del intérprete y la resonancia del instrumento de cuerdas y madera empezaron a fluir como brisa mágica que cautivaba el espíritu; fue entonces que algo extraordinario sucedió, las cigarras callaron, como si se hubiesen rendido ante aquel prodigio.
Terminó el concierto, lentamente y aún envuelta en el éxtasis causado por la increíble música, la gente empezó a guardar sus cosas y dirigirse hacia la salida y también con parsimonia, las cigarras empezaron a salir de su letargo y su sonido llenó el espacio de nuevo.