Una mañana común, una familia aun más común, con un hijo… común.
La siguiente historia te envolverá en un contexto no muy desconocido, Jacobo un pequeño niño, quien un día decide tomar decisiones diferentes, unos padres preocupados por la situación del bullying que su hijo vivía, pero confiados en que la inocencia de Jacobo podría solucionarlo. Pero, Jacobo tenía un plan un poco diferente este día…
JACOBO
– Jacobo, ¿aún no terminas? – gritó la mamá de Jacobo.
Mientras escuchaba el grito de su mamá, él intentaba peinar su revuelto cabello con el viejo cepillo negro con el que siempre lo hacía. Lo hacía con fuerza de un lado para otro, pero, por más que cepillaba, no lograba nada. Simplemente su cabello no lo obedecía, le gustaba estar revuelto.
Una vez que se rindió con su cabello, recordó que debía lustrar sus zapatos, así que tomó el pequeño bote de grasa que estaba en el cajón del mueble del baño, donde su madre guardaba muchas cosas.
í”°l era muy descuidado, y siempre terminaba con las manos llenas de grasa para zapatos, hasta que su padre le dijo que debía usar un trapo. Al recordar esto, comenzó a buscar una vieja franela roja que usaban para eso, además de otras cosas.
Lentamente, pero de manera firme, empezó a esparcir la grasa por todo el zapato hasta que quedara brillante, luego hizo lo mismo con el otro.
– te estás tardando demasiado, ¿estás bien? ¿Necesitas ayuda? – preguntó su madre, desde la parte baja de la escalera.
– no – gritó Jacobo – yo puedo.
Hasta ese día, Jacobo jamás se había alistado solo para ir a la escuela, pero el día anterior, de la nada, decidió que ya estaba lo bastante grande para hacerlo solo, y para él, el que su madre le ofreciera ayuda era casi un insulto. Significaba que no confiaba en que pudiera hacerlo solo.
– está bien – le dijo su madre – solo apresúrate, o no alcanzarás a desayunar.
– ya voy – respondió Jacobo.
Parecía que estaba listo, solo debía echar un último vistazo para asegurarse de que todo estuviera en orden. Sus zapatos estaban lustrados y se veían brillantes. Su camisa blanca estaba abrochada hasta el último botón y estaba fajada en su pantalón color azul marino. Lo único que faltaba era su cabello revuelto, el cual era similar a una estopa de color negro.
– ni modo – pensó Jacobo. Para luego salir del baño. Tomó su mochila de las tortugas ninja, y salió corriendo hacia la cocina.
Sus zapatos resonaban fuertemente en la vieja escalera de madera por sus apresurados pasos. A Jacobo se le había hecho tarde para ir a la escuela. El pequeño niño de 8 años se había tardado alrededor de 20 minutos en peinarse y vestirse, cosa que su madre hacia en menos de diez.
Rápidamente se dirigió a la cocina donde su madre preparaba el desayuno y su padre leía el periódico en la mesa.
– ¿Por qué tardaste tanto en arreglarte? – le preguntó su madre, mientras terminaba de cocinar huevos en un ya gastado sartén. – dijiste que ya sabías cómo hacerlo.
– es que no podía hacer nada con esto – respondió el pequeño Jacobo, mientras señalaba su despeinado cabello.
Su madre miró detenidamente por un momento, tratando de explicarse cómo es que el cabello de Jacobo siempre terminaba revuelto, ya que, incluso para ella, era casi imposible de peinar – tiene el cabello de su abuelo – pensó.
¿Ya intentaste ponerte limón? – preguntó su madre en tono algo burlón.
Jacobo hizo una mueca de desagrado – claro que no – respondió – el limón no es para eso.
El pequeño niño puso su mochila recargada en la pata de la mesa y, con dificultad debido a su estatura, se sentó justo frente a su padre, el cual aun leía el periódico de la mañana.
-¿qué vas a querer? – le preguntó su madre – ¿quieres huevos?
– nop – respondió Jacobo – quiero cereal.
– pero si comes cereal te dará hambre muy temprano – dijo la mamá.
– no importa, quiero cereal – insistió Jacobo.
Su madre abrió una de las puertas de la alacena blanca que estaba sobre el fregadero y saco una caja de cereal. Era de color rojo y en la cubierta tenía la foto de un tazón lleno del colorido cereal y junto a él lo que parecía ser la caricatura de un perico mal dibujada. A pesar del insípido y horrible sabor de aquel cereal barato, Jacobo lo amaba, y no podía perdonarle a su madre el que no lo tuviera en la alacena.
Cuando su madre le puso un tazón lleno, similar al de la foto de la caja, Jacobo lo miró por un momento, para luego tomar la cuchara y ponerse a jugar con él.
-Jacobo, come. Se hará tarde – le dijo su madre en tono severo, sin siquiera verlo. Ella ya sabía de antemano el porqué a Jacobo le gustaba tanto el cereal.
Jacobo comenzó a comer.
La cocina se llenó con el aroma de los huevos y el tocino que aun estaban en el sartén, acompañados del penetrante olor del café que emanaba de la jarra de la cafetera.
Estaban casi por completo en silencio, a excepción del sonido de la radio, que emitía un poco de jazz acompañado de una molesta estática que la mamá de Jacobo jamás pudo arreglar.
Por un momento, los tres miembros de la familia no dijeron nada, y se dedicaron a seguir con su rutina de cada mañana.
– y dime, Jacobo – dijo su padre repentinamente mientras aun leía el periódico de la mañana. Jacobo levantó la mirada con la boca llena de cereal – ¿ya sabes qué harás con tu problema?
Jacobo, confundido, se quedó en silencio un momento, hasta que supo de que hablaba su padre.
– ah, ¿esto? – dijo Jacobo con la boca llena de cereal, mientras señalaba su ojo izquierdo. El parpado y gran parte de la ceja estaban de color morado, y se encontraba inflamado. A Jacobo lo habían golpeado el día anterior en la escuela, y días anteriores durante algún tiempo ya. Jacobo era víctima de un abusador dos años mayor que él.
Todo se desató el día en el que el inocente Jacobo le dijo a Joan, un niño rubio y algo regordete más alto que él, que su nombre era nombre de mujer. Desde ese día Jacobo ha sido víctima de golpes, pellizcos, raspones y toda clase de abusos físicos.
Su padre, molesto por el abuso hacia su hijo, decidió ir y hablar con los profesores y el niño que se dedicaba a molestar a Jacobo, pero Jacobo lo detuvo.
– yo puedo arreglarlo, ya estoy grande – dijo el niño lleno de decisión.
Su padre decidió darle la oportunidad de arreglar el problema por sí mismo. – Le ayudará a crecer – pensó.
Ese día en la mañana el padre de Jacobo quería saber que era lo que su hijo tenía planeado.
– sí – dijo el niño, después de tragar su cereal – ya sé lo que haré.
Su madre mostró una ligera sonrisa mientras le servía el desayuno a su esposo. Su padre bajo el periódico para tomar el desayuno.
– ¿y qué vas a hacer? – preguntó intrigado el papá.
– Me pararé frente a él y le diré que ya no me moleste – dijo Jacobo.
El padre de Jacobo se sintió orgulloso y más tranquilo al escuchar esas palabras. Se dio cuenta de que su hijo había madurado un poco y ahora era capaz de tomar la decisión correcta.
– y si eso no funciona – continuó Jacobo – usaré esto. Jacobo levantó su mochila el suelo con dificultad, mientras su padre le daba un trago a su taza de café. Cuando bajo la taza vio algo que hizo que el café se acumulara en su garganta, provocándole una tos intensa.
Jacobo tenía un revolver en sus manos.
– Jacobo – dijo su padre de manera muy seria – ¿de… de dónde sacaste eso?
El pequeño niño recargó el arma sobre la mesa, la cual apuntaba hacia el padre de Jacobo. Sus temblorosas manos la sostenían con dificultad a causa del peso. El arma, a pesar de estar algo vieja, reflejaba la luz que entraba por la ventana de la cocina.
La madre de Jacobo, la cual preparaba más café, volteo curiosa para ver que era lo que estaba pasando.
– ¡Santo dios! – grito exaltada al ver a su hijo con un arma en las manos, apuntándole a su esposo. La jarra de café que sostenía cayo de sus manos, estrellándose contra el suelo. Café y vidrio salieron volando, llenando el suelo de la cocina, mientras que la madre de Jacobo sentía una gran presión en el pecho. Le faltaba el aire.
– Jacobo ¿de dónde sacaste eso? – preguntó su padre nuevamente.
– Me la prestó Billy, el hijo del policía. Me dijo que su papá usaba esta pistola para asustar a los malos, así que la usaré para asustar a Joan – dijo Jacobo.
El niño veía con fascinación el arma. Sus ojos brillaban como cuando abres el primer regalo de Navidad. Sus pequeñas manos apenas podían sostenerla.
– Jacobo, eso no es un juguete – El padre de Jacobo estaba aterrado en ese momento. Necesitaba una manera rápida de resolver esa situación ya que, si algo caracterizaba a Jacobo, es que era bastante descuidado, incluso más descuidado de lo que normalmente lo son los niños de su edad. Además de que era, ¿por qué no decirlo?, algo torpe.
La vez en que Jacobo quiso calentar agua en la estufa y terminó prendiéndole fuego a las cortinas, o la vez en la que salió solo a la tienda por galletas y termino perdido por varias horas.
– ya sé que no es un juguete. Billy me lo dijo. “es solo para asustar” – dijo Jacobo, tratando de imitar la voz algo chillona de Billy.
El padre de Jacobo lo miró fijamente. Sus manos sudaban y sus estómago estaba hecho un nudo.
Por otro lado, la madre de Jacobo estaba contra el fregadero, siendo solo una espectadora. Su mente estaba completamente en blanco y aun sentía como le faltaba el aire. El pecho comenzó a dolerle, y a pesar de algunos intentos, no logró pronunciar ninguna palabra.
Jacobo aun miraba con fascinación el revólver.
Por un segundo, tal vez dos, los tres permanecieron en total silencio. La tensión aun podía sentirse en el aire, al igual que el aroma del café. En la radio aun podía escucharse un poco de jazz.
– Entonces le voy a decir “Si no dejas de molestarme voy a meterte una bala en medio de los ojos”, como en esa película de vaqueros que vimos la otra noche papá, ¿recuerdas? – preguntó Jacobo a sus papá.
Jacobo estaba muy emocionado.
Su padre comenzó a desesperarse mientras veía como su hijo jugaba con un revolver frente a él. Su madre, a pesar de pensarlo por un momento, no podía mover ningún músculo.
– Jacobo – le dijo su papá.
– ¡Bang, bang! – repetía el niño mientras movía el arma de un lado para otro.
– Jacobo – la tensión aumentaba y el padre de Jacobo se sentía más desesperado. Sentía como sus manos temblaban sobre la mesa y una gota de sudor muy frío recorrió toda su cara.
– Jacobo, baja eso – insitía el papá mientras Jacobo no escuchaba nada a causa de los gritos y la emoción.
Por un segundo el padre de Jacobo dejó de pensar. La desesperación y el miedo le habían ganado.
– ¡Jacobo, dame el arma! -con un rápido movimiento de su mano, el padre de Jacobo tomó el arma, tratando de arrebatársela de las manos.
En ese momento el arma se disparó.
Un gran estruendo se escuchó por toda la casa, interrumpiendo el rutinario silencio de la mañana en toda la cuadra.
Paso un momento y todo quedó en total silencio. De la radio ahora solo se escuchaba estática.
El olor de la pólvora proveniente del arma se mezcló con los aromas del café y el tocino, llenando la cocina de nuevo.
Jacobo sentía un fuerte zumbido en sus oídos a causa del estruendo, y sus pequeños brazos temblaban y dolían a causa del martilleo que provocó la fuerza del disparo.
Confundido, Jacobo volteó a ver a su madre, la cual estaba de rodillas en el suelo de la cocina, sobre el charco de café y los pedazos de vidrio de la jarra rota. Su expresión estaba llena de terror. Su boca estaba abierta, sus ojos se encontraban sobresaltados y su cara ahora estaba completamente pálida.
Jacobo, aun aturdido, volteó a ver a su padre frente a él. Su padre estaba tendido sobre la mesa con un gran agujero en la frente, justo arriba de la ceja izquierda, del cual brotaban abundantes cantidades de sangre que llenaban la mesa y caían hasta el suelo. Tras de él, la pared estaba completamente salpicada con una gran mancha de sangre y lo que parecían partes del cerebro del padre de Jacobo.
Jacobo no fue a la escuela ese día.
Cuento ganador de 2do lugar en concurso de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua.
Escrito por: Omar Gutiérrez, alumno de la Facultad.