Aprendí que los humanos que vivimos en el espectro autista experimentamos nuestras emociones como si saltáramos eufóricos en un trampolín de niños: si saltas durante horas, pierdes el equilibrio y caes.
El impulso del trampolín, junto a la energía de los otros saltando, te hará levantarte y sentarte por inercia, no por voluntad. Intentarás recuperar el aliento, usar tu fuerza para volver a saltar al ritmo de los demás, quedarte de pie, estático, rebotar sentado o decidirte a bajar.
Bajarte
Debes estar muy exhausto para dejar de saltar. Cuando tus pies tocan el piso, inadvertidamente parecen perder peso y despegarse una y otra vez. Ingravidez. Ojalá las emociones pudieran ser como la caída libre, para que los pensamientos dejen de pesar.
Si eres tímido, como yo, te sentarás en el pasto, abrazarás tus piernas y ocultarás la mitad de tu cara detrás de tus rodillas. Desde allí observarás a los otros en el trampolín.
Hay todo tipo de saltadores, pero los que llaman más mi atención son aquellos con confianza nata: esos que ríen y gritan frenéticamente, sin miedo al aterrizaje.
¿Se puede conocer el carácter de un saltador con solo ver su aterrizaje?
Desde niña me lo he preguntado.
Tenía diez años cuando mi maestra de ballet nos enseñó por primera vez el allegro, la última parte de la clase. “Treinta centímetros mínimo fuera del piso” –solía decir mi maestra-. Debíamos saltar y mover los pies varias veces en el aire antes de regresar a la posición de impulso. La calidad de los saltos era medida por el ruido de los pies al llegar al piso: los bailarines aterrizamos primero con los dedos para acomodar con elegancia los talones en el piso. No nos dejamos caer.
La sensación de despegue y alivio al aterrizar correctamente siempre me ha acompañado.
El descenso parece similar a la caída, pero el ruido que hacen los diferencia. Quizás por eso me gusta observar a los saltadores natos, aquellos que ponen a trabajar los resortes y hacen ruido. Ellos saltan sin pensar en su aterrizaje. Yo, en cambio, siempre he anticipado mi descenso. Se necesita mucho control para no hacer tanto ruido.
El descenso calculado de un avión en medio de una tormenta contrasta con la espontaneidad de un libro que cae del estante. ¿No es increíble que un salto solo pueda ser virtuoso por cómo lo terminas? Eso lo aprendí a los diez, aunque tardé ocho años más en comprenderlo.
Mientras veía las nubes que parecían haber bajado kilómetros hasta las montañas por la ventana del autobús camino a la Patagonia, entendí que el silencio también puede elevarte.
Escuché a alguien decir que estábamos a punto de ver una de las mejores vistas del mundo según el National Geographic.
Al llegar, el viento golpeó mi rostro y mis ojos se llenaron de lágrimas. No de frío, sino de belleza. No podía contener el llanto, ni quería hacerlo. En el fin del mundo, el cuerpo existe sin necesidad de moverse. Ahora, con treinta y cinco años, aprendí que la simple presencia es suficiente movimiento para sentirse vivo.
Son los niños encima del trampolín los que nos muestran a los temerosos que no necesitas pensar en tus movimientos, que a veces la libertad te envuelve en la algarabía del momento, llevándote a dar pirouettes en el aire que nunca habías intentado. En medio de risas y saltos, escuchas tu nombre y la invitación a intentarlo un rato más. Sonríes para no parecer tonto. Porque solo un tonto no sonreiría ante un juego que es, sin duda, divertido; si no lo fuera, ya habría más gente bajando.
Te determinas a quedarte, convencido de que esta vez sabrás cómo saltar sin perder el paso. Das pequeños saltos con timidez; alguien te ofrece sus manos para equilibrarte. Te relajas y comienzas a saltar un poco más alto cada vez. Por un momento, olvidas que estás acompañado y que, en cualquier descuido, podrías chocar con alguien.
Cuando has despegado lo suficiente como para ver la malla de seguridad por debajo de tu pecho, comienzas a reír. Un poco por los nervios, otro poco por las cosquillas. Entre la respiración agitada y el bombeo rápido de sangre, sientes que tu corazón ha subido entre tu garganta y tu cuello.
Comienzas a reír a carcajadas, celebrando que, aunque casi todos están saltando a destiempo, al otro lado hay alguien que va al mismo ritmo que tú. Con una mirada saben que quieren saltar juntos, buscando cómo bajar el ritmo para encontrarse en el centro del juego. Te llevas algunos rasguños, empujones y pisotones, pero no dudas. Has mirado a otros saltar tomados de las manos, y su juego parece más divertido.
Por fin logran encontrarse. Estar en ese sitio parece complicado, no se siente como estar cerca de los postes. Allá, el trampolín parece más estable; el centro en cambio, parece un campo magnético inestable que atrae la caída de los saltadores más bruscos y despistados.
Incomodidad.
Esa es la única palabra que viene a tu mente. Aunque has saltado durante más de veinte años y conoces perfectamente la técnica de un salto, te sientes una principiante temerosa. De pronto, pierdes el equilibrio. No sabes por qué, pero no quieres seguir en ese lugar. Tampoco quieres despedirte de tu nuevo acompañante. Es como si ambos estuvieran atrapados en el desfase de sus saltos.
No como aquel cerro a pocas calles de un lugar donde nunca imaginé vivir, el cual divide el mar de Cortés y el océano Pacífico. Se dice que es el último pedazo de tierra en México, antes que esos dos mares se vuelvan uno y que, por las vibraciones, cualquiera que suba a la cima podrá suspender sus pensamientos. Por más que lo intentes no podrás pensar en nada. Solo contemplar. Sin importar el esfuerzo para llegar allí, el cuerpo existe sin peso mientras el viento trae el aroma a sal. La mente se vacía sin esfuerzo. Aquí la paz no se busca, llega por sí sola.
Esa quietud es en la que pienso en medio del ruido de los saltos intentando encontrar un ritmo que se ajuste al caos del trampolín
Te aferras a tu acompañante. Logras con movimientos torpes llevarlo al otro lado del trampolín. Suspiran, sonríen, saltan, se sientan, aceleran y bajan el ritmo repetidamente. Se toman fuerte de las manos.
La alegría del momento se siente como pinchazos en el estómago que duelen y alivian. Lo que eran risas ruidosas ahora son jadeos. Ninguno de los dos se percata que han bajado tanto el ritmo que ahora se mueven solo por el compás de los otros.
Están cansados. Ambos guardan silencio.
Aferras tus manos a la malla de seguridad y tu mirada se pierde. Ya no sabes si bajar o seguir saltando, si estar solo o acompañado. Las voces y risas de los otros se desvanecen.
Tu pecho arde, tu cara hormiguea; contienes el aire. Aprietas tus manos para que dejen de temblar. Tus ojos se llenan de lágrimas.
Atraviesas la malla de seguridad y te sientas al borde de la cama elástica. Miras tus pies que cuelgan sin tocar el piso. No sabes si este juego fue divertido o aterrador, pero te sientes enganchado por descubrirlo. Tu acompañante duda un momento, se sienta a tu lado, pero finalmente decide regresar al trampolín, desvaneciéndose entre los saltadores frenéticos.
Tu pecho y garganta están oprimidos. Un ácido escalofrío recorre tu cuerpo. Quieres vomitar palabras y sonidos.
Te quedas allí, clavas tu mirada en el suelo como si este tuviera las respuestas. ¿Por qué, incluso sentado, siguen saltando tus pies? piensas, mientras observas a los otros saltadores.
Todo parece aterrador y confuso. Ni siquiera la promesa de la ingravidez logra aligerar el peso de tus pensamientos
Poco a poco, tus pies tocan el piso, anhelando encontrar el valor para no volver a subirte más.