El inicio de la revolución de 1910 en Morelos, convocada por el hacendado antirreeleccionista, Francisco I. Madero, tuvo que esperar más de cuatro meses para irrumpir; los revolucionarios morelenses agrupados en el club Melchor Ocampo de Villa de Ayala, encabezados por el profesor Pablo Torres Burgos, Rafael Merino y el representante del pueblo de Anenecuilco, Emiliano Zapata, tenían dudas sobre el movimiento armado contra el dictador Porfirio Díaz que revolucionaba en el norte del país.
El estado de Morelos no era primordial para Madero, su plan de acción ponía más interés en levantamientos armados en la capital del país, Puebla y Guerrero; pero además había en el carácter de los revolucionarios morelenses un dejo de desconfianza, no se trataba de quitar a un político de la silla presidencial y poner a otro en su lugar. Por ello, el profesor Pablo Torres Burgos se trasladó a San Antonio para tener un acuerdo directo con el líder de la Revolución.
Otros revolucionarios, como Gabriel Tepepa, Lucio Moreno, Amador Salazar y muchos más, ardían en deseos de comenzar la revuelta, ya habían iniciado pequeñas escaramuzas desde febrero de 1911, pero no contaban con el consentimiento para actuar de la Junta de San Antonio.
En Morelos sobraban los agravios sociales que padecían los campesinos, indígenas y pobres del estado por los voraces hacendados cañeros.
La industrialización de los procesos de la caña para la obtención de azúcar refinada y la llegada del ferrocarril incrementaron la producción a fines del siglo XIX e inicios del XX, en plena pax porfiriana. Un dato que afirma lo anterior es que de 1870 a 1909, “mientras la producción de azúcar aumentó cinco veces, la superficie de cultivo aumentó tres veces. Morelos se convirtió, así, en la tercera región más grande productora de azúcar, a nivel mundial, después de Hawái y Puerto Rico”. 1
Los hacendados en Morelos conocían muy bien el vergel que tenían frente a sus ojos, y lo querían todo, sin importar los derechos ancestrales de las comunidades, sus haciendas lindaban con las tierras de los pueblos, pero eso no los detenía para invadirlos, tampoco para apropiarse de las fuentes de agua, de los mejores montes. Los cultivos de caña, altivos, sepultaban a pueblos antiquísimos como Acatlipa, Cuauchichinola o Sayula, por citar algunos.
Además, existía un largo rosario de agravios contra los pobres, que se desgranaba con casos como el de Jovito Serrano, un líder campesino de Yautepec que por defender las tierras de su pueblo contra la hacienda de Atlihuayan en 1904 fue detenido y deportado junto a otros 35 habitantes del estado que se oponían al avance de la hacienda. Serrano murió en 1905 en un campo de trabajo forzado en Quintana Roo.
Era, pues, un largo camino de opresión, de desigualdad, de racismo, de explotación de unos pocos hacendados que tenían el poder económico, social, político y cultural en contra de un numeroso pueblo preso de la oscuridad, de la ignorancia y del hambre en general.
Los morelenses implicados en la conspiración estaba muy interesados en el artículo tercero del Plan de San Luis, donde leyeron que “abusando de la ley de terrenos baldíos, numerosos pequeños propietarios, en su mayoría indígenas, han sido despojados de sus terrenos, por acuerdo de la Secretaría de Fomento, o por fallos de los tribunales de la República” Y después sentenciaba que “Siendo de toda justicia restituir a sus antiguos poseedores los terrenos de que se les despojó de un modo tan arbitrario, se declaran sujetas a revisión tales disposiciones y fallos y se les exigirá a los que los adquirieron de un modo tan inmoral, o a sus herederos, que los restituyan a sus primitivos propietarios, a quienes pagarán también una indemnización por los perjuicios sufridos” para después sugerir que “Solo en caso de que esos terrenos hayan pasado a tercera persona antes de la promulgación de este Plan, los antiguos propietarios recibirán indemnización de aquellos en cuyo beneficio se verificó el despojo.”2
Por eso los conspiradores se reunieron el 10 de marzo de 1911 por la tarde en la Feria del Segundo Viernes de Cuaresma en Cuautla, para afinar los detalles del grito que se avecinaba. Al caer el sol, se dirigieron a la Villa de Ayala, en el camino se juntaron más revolucionarios, y al filo de las once y media de la noche ocuparon el zócalo del pueblo. Bajo una enorme fronda de una ceiba, Pablo Torres Burgos leyó el Plan de San Luis, un grupo tomó la cárcel y liberó a todos los presos, el comandante Bibiano Cortés, no solo facilitó las armas que tenía a su cargo, también se unió al contingente rebelde. El profesor Otilio Montaño al finalizar la lectura del Plan de San Luis lanzó un grito que contenía cuatro palabras: “Abajo haciendas. Vivan pueblos”.
Después, bajo el cielo lleno de estrellas, la columna armada se dirigió al sur, siguiendo el curso del río Cuautla, iban cortando los cables del telégrafo y sumando gente; pasaron por Moyotepec, Olintepec, siguieron hasta Chinameca, descansaron en Quilamula y después se internaron en la Sierra de Huautla, el refugio de los rebeldes del Ejército Libertador del Sur y su dirigente Emiliano Zapata Salazar en los próximos ocho años.
Se iniciaba la Revolución en tierras morelenses, pero una revolución muy distinta, una que fue hecha por “unos campesinos que no querían cambiar, y que por eso mismo, hicieron una revolución” y que “lo único que querían era permanecer en sus pueblos y aldeas”. 3
Mucho polvo vendrá, polvo que en ese momento apenas es lodo.
1 Francisco Pineda Gómez, La irrupción zapatista. 1911 (México: ERA), 25
2 Charles C. Cumberland, Madero y la Revolución Mexicana. (México: Siglo Veintiuno) 143
3 John Womack Jr, Zapata y la Revolución Mexicana (México: Siglo Veintiuno), XI