Papá manejaba con las ventanas cerradas en una noche de esas que recuerdas como si fueran las memorias de alguien más y espiaras por detrás de unas cortinas traslúcidas. Era un recuerdo tan presente, pero tan lejano que ella se preguntaba si en verdad había sucedido o había sido producto de sus vidas pasadas, un recuerdo de alguien más o un sueño. Sus sueños eran color azul. No de un azul eléctrico, sino uno borroso, tenue, que parecía emanar oscuridad en vez de luz.
Y también le asustaba la lluvia. Tanto que, en aquella ocasión, tuvo que sentarse en las piernas de mamá porque el agua llegaba ya a las llantas del auto. Una canción de Mecano sonaba de fondo, porque papá siempre manejaba con Mecano.
Entre sonrisas tiernas y susurros suaves, se acomodó en el asiento del pasajero junto a mamá, que acariciaba su cabello para calmar el llanto y el miedo que las tormentas le provocaban. El choque de las gotas estrellándose en los cristales amortiguaba el sonido de la radio.
Echando un vistazo al enredo de piernas y brazos a su lado, papá le dijo que mirara la luna, y ella limpió sus mejillas para observar. Era redonda, gigante, rodeada de un negro infinito, salpicado por aquí y por allá de estrellas que brillaban e incluso parecían destellar colores diferentes si las mirabas por un largo rato.
Embelesada por el espectáculo, se olvidó de la tormenta, de las ventanas que parecían disolverse con la lluvia y de la incómoda sensación que le provocaban los limpiaparabrisas bailando de un lado al otro del cristal.
Pasaron así los segundos, los minutos, y con el término de cada canción comenzaba una nueva, canciones que hablaban del aire, de gitanas hablando con la luna y de viajes a Venus, hasta que papá, cantando en susurros, giró el volante, y la luna desapareció. No había tormenta ya, desde hacía varios minutos.
Se removió en su asiento, inquieta, porque había perdido de vista aquel astro acompañante que le había consolado con su brillo y perenne existencia en el cielo negro. Por más que parpadeaba y escaneaba con sus ojos, no la encontró. Pero entonces, con otro giro del volante, ahí estaba otra vez. En un lugar completamente diferente en el que la había visto por primera vez.
Sin poder entender la extraña alquimia que sus ojos acababan de presenciar, ni entender las leyes de la física, química, astronomía o cualquiera que explicara por qué la luna se había movido, con la inocencia de alguien que mira el mundo por primera vez, su rostro se deformó en una sonrisa que no cabía en el rostro de alguien tan pequeño.
—¡Otra luna!
Con una sonrisa cómplice que compartía más de mil noches de observar la luna juntos, mamá y papá se miraron. El auto se llenó de carcajadas mientras se estacionaban para llegar a casa.
—Sí, otra luna.
Fue lo que dijo mamá sin dejar de sonreír.
Marcela Fernández Frescas (2023)