Me hacía ilusión conocer a Alberto, un joven filósofo que destacaba por su
inteligencia y tenacidad. Octavio, uno de mis mejores amigos, me había sembrado
la idea de que podríamos ser una hermosa pareja.
Yo no conocía a Alberto, pero cuando Octavio me hizo la insinuación me
dedique a buscar a Alberto y a escuchar su programa de filosofía que transmitía
por Facebook. Me cautivo escucharlo hablar, supe inmediatamente que era un
hombre culto e intelectual, aunque me daba miedo necesitar un diccionario al
hablar con él o no estar a su altura.
Octavio me había prometido que nos presentaría pronto. Yo siendo una
mujer soñadora, eché a volar la imaginación idealizando escenarios improbables,
producto de haber mirado demasiadas comedias románticas gringas.
Aunque mi última relación amorosa de cuatro años había terminado hace
seis meses, desde hacía más de tres años, que no me sentía tan contenta con la
posibilidad de conocer a alguien nuevo. Mi exnovio siempre fue más bien un
amigo con el que me daba besitos, pero nunca me hizo sentir una real conexión y
nunca le importó demasiado ser romántico.
El solo hecho de recordar lo emocionante que son las primeras
conversaciones con un nuevo prospecto me hacía sentir viva. Definitivamente
tenía hambre de romance. Recordaba con gusto la curiosidad infantil de conocer
al otro cuando todo es nuevo y fresco, las miradas, las risas y el beso al final de la
primera cita, como juramento del mañana.
Octavio, siendo todo un estratega, me convenció de aparecerme con
naturalidad a uno de los talleres filosóficos que ofrecía Alberto, pero no solamente
eso, me dijo que Alberto siempre se iba en Uber a su trabajo después del café y que
ninguno de sus ingratos alumnos le ofrecía un aventón. Ahí es dónde yo entraría,
me ofrecería amablemente a llevarlo a su trabajo para conocernos un poco más en
el camino.
Octavio me había contado los detalles sobre el café filosófico de los
miércoles, que era en el Foxtrot a las ocho de la mañana y era gratuito. El martes
para darle naturalidad a mi asistencia del día siguiente le envié un mensaje por
Messenger a Alberto fingiendo demencia y pidiendo informes sobre su taller. Él
amablemente, respondió mis dudas y se despidió con un gentil: “Espero que puedas
acompañarnos.”
El martes por la tarde descargué música en la computadora, pues me habían
suspendido mi servicio de Spotify y debía tener música agradable para cuando le
diera el aventón a Alberto. Descargué algunas canciones sugerentes en inglés: I
wanna be yours de The Arctic Monkeys, Magic man de Heart, Take a chance on
me de Abba y I wanna be your slave de Måneskin.
El martes por la tarde olvidé pasar las canciones a mi celular, así que el
miércoles antes de irme al café encendí la computadora para enviar la música a mi
teléfono. Me di cuenta de que mi carpeta de descargas estaba vacía y también todas
las demás. Gracias a una actualización del equipo la noche anterior se habían
perdido todos mis documentos. La noticia me petrificó el alma y la mente, mis
tareas, mi diario, mis escritos, todo había desaparecido.
No tuve ganas de ir a ningún lado hasta recuperar mis documentos. Me
disculpé con Alberto por haberlo dejado plantado después de haber quedado
formalmente en asistir. Él reafirmando su gentileza y me dijo que si hubiera ido
hubiéramos tratado de recuperar mis archivos entre todos, ya que su colega era
programador.
Octavio no se había equivocado cuando me describió la calidad de persona
que era Alberto. Mis amigos informáticos ya me habían mandado al carajo un par
de ocasiones anteriores, así que, aunque fuera simple decencia y amabilidad,
Alberto comenzaba a ganarse mi simpatía.
El sábado mientras veía vídeos en TikTok para evadir mis tareas me
encontré con un ingenioso chiste corto que seguramente Alberto valoraría mucho.
Era un chiste simple y bobo sobre Aristóteles. Se lo envié y le pareció divertido,
así que me saqué de la manga unos cuantos chistes cortos que había escuchado
recientemente. Así comenzamos una conversación que duró horas. Descubrí que
teníamos un montón de cosas en común. Cada vez me hacía más ilusión conocerlo
en persona, así que di el primer paso y lo invité a ir por una nieve a El manantial
al día siguiente, pero él dijo que el domingo tenía que ver a la florista para el
bailongo yo confundida pregunté cuál bailongo y el dijo que su boda.
Octavio no sabía que Alberto iba a casarse, posiblemente ni siquiera sabía
que tenía novia. No había manera de que lo supiera y me sugiriera salir con él.
Necesité unas cuantas horas de la madrugada del domingo para poder
aterrizar mi mente de nuevo y redirigir mis sentimientos e intenciones con Alberto.
Después de todo, Alberto era una persona agradable, culta, empática y divertida, y
yo lo quería en mi vida.
De todas formas, nuestra conversación nunca pasó de la raya de la amistad
y lo más coqueto que dije fue que deberíamos ver las películas de Harry Potter
juntos, pues en mi mundo ñoño eso era ser muy coqueta y atrevida.
El domingo no cruzamos palabra, pero el lunes retomamos la conversación.
Me seguía doliendo un poco no haber tenido ni siquiera la oportunidad. Me sentía
como en esa escena de La Sirenita, cuando Ariel mira desde el muelle como se
aleja el príncipe Eric para casarse en un barco que ya zarpó.
Fue fácil dejar ese sentimiento porque ni siquiera lo conocía en persona.
Pero luego, Alberto me recordó la salida por la nieve que habíamos planeado. Yo
preferí cambiar el plan y salir a un café. Le pregunté por dónde vivía para buscar
un café que nos quedara cerca a ambos y para mi sorpresa resultó que vivíamos en
la misma calle.
En ese momento sentí frustración, deseos de que la vida fuera una persona
para escribirle un correo quejándome por su mal servicio o ya de plano para
cantarle un tiro. Esto era una broma de mal gusto del destino, encontrar a alguien
tan parecido a mí y ni siquiera poder intentar nada: Los dos nos llamamos igual,
vivimos en la misma calle, amamos ver películas, lo único que nos gusta más que
la literatura es cocinar, amamos el café, él tiene una estación de café y yo sueño
con tener una, tampoco era casualidad que después de años de buscar la balada que
venía en mi MP4 chino la encontrara y justamente Alberto la conociera y también
conociera la historia detrás de la canción.
A esas alturas no sabía si lo que sentía era real, si era narcisismo por
sentirme atraída por alguien tan parecido a mí o el síndrome premenstrual.
El sábado llegó, desperté con un dolor que me partía el cuerpo en dos.
Supuse que era una señal para no ver a Alberto, me tomé una pastilla y como me
sentí un poco mejor, decidí proceder con el plan de vernos y salir por un café.
Nos vimos en la iglesia del vecindario, pues Alberto había ido a entregar
papelería para su boda. Al verlo me sorprendí de lo alto que era, medía 1.80
aproximadamente y era todo un adonis. Noté que sonreía pese al cubrebocas, pues
su mirada era muy expresiva. Subió a mi auto y para la ocasión hice una lista de
reproducción con canciones que podrían gustarle y no precisamente que tuvieran
un mensaje subliminal en la letra.
Fue un momento agradable, hablar con él es todo lo que estaba buscando en
un amigo. Para un posible romance éramos líneas paralelas pero para nuestra
emergente amistad éramos líneas convergentes.