La industrial de la cultura

Una mirada a la noción de “industria de la cultura” de Adorno y Horkheimer….

El siglo de las luces trajo consigo una revolución del pensamiento de escalas nunca antes vistos. El hombre según los pensadores ilustrados había finalmente alcanzado su etapa de madurez, abandonado de una vez por todas el pensamiento mítico y ocupándose finalmente el mismo de sus propios asuntos, todo esto por medio de la razón, cuyo uso y funcionamiento felizmente nos legaron los grandes pensadores de este periodo. A partir de ella, occidente se embarcó en la gigantesca tarea de erigir sus estados nación, nacidos del acuerdo racional entre individuos, con el progreso y la tecnología respaldándoles, empezó el siglo XX con grandes esperanzas hacia el porvenir. 

Tales fantasías no durarían mucho, y en menos de la mitad del siglo XX se habían ya registrado dos de las más grandes catástrofes en la historia de la humanidad. El mundo entero fue testigo de las capacidades destructivas del estado nación liberal, y miró con temor el surgimiento de quizá uno de los fenómenos que más preocupa a la conciencia contemporánea: el fascismo.

Ahora bien, la pregunta que surge naturalmente es ¿Cómo es que llegamos a este punto? ¿Cómo la pretendida liberalización del pensamiento nos condujo a un estado de mayor esclavitud como lo es el fascismo? 

Sería precisamente esta nueva razón, caracterizada por un impulso de expansión eterno y una homogeneización y registro de todo a su paso, quien prepararía el terreno del fascismo. Esta visión pretendió sustituir el pensamiento religioso por un nuevo orden cartesiano, en el que todo objeto pierde su identidad propia, pues en su paso al registro científico se vuelve tan solo un cuerpo en el espacio, este movimiento de homogeneización se da de la misma manera en el plano social, siendo aquí la constante común el valor de cambio, que es ahora el único y máximo significante de valor.

Es a través del concepto de la industria de la cultura que Adorno y Horkheimer pretenden explicar la transformación de la cultura en la época industrial, apoyándose en los valores ilustrados que ya estaban bien asentados en la antesala, se fue erigiendo la gran industria cultural, cuya fórmula por excelencia es la repetición, la estandarización y la producción en serie. La razón instrumental, que nos ha procurado innumerables beneficios en la forma de artilugios tecnocientíficos, admite, sin embargo, cualquier finalidad que se le imponga. Es así que esta racionalidad ha sido puesta en servicio para proveer a la sociedad occidental de un consumo especialmente diseñado para su tiempo libre. No hay, actualmente, área cultural que no haya sido invadida por el mercado. Además, las diferencias regionales son a su vez mitigadas, pues el todopoderoso mercado global es capaz de cubrir las necesidades básicas por igual en todo el territorio, de tal manera que los bienes culturales ayudados de las facilidades de reproducción técnica permiten suplir a gran escala las mismas necesidades en todas partes.

La maquinaria que a lo largo del siglo XX se ha ensamblado, es una máquina perfecta de la incesante repetición de lo mismo. En el vasto complejo de la industria de la cultura, se teje y articula el gran marco de referencia cultural. La función de los presentadores de televisión, de los anunciantes de radio y de las estrellas de pop es de cierta manera la de los oráculos y los oradores en la antigüedad. Expresan la larga serie de códigos morales, identidades aceptables, y comportamientos esperados que, en suma, funcionan como una especie de índice cultural. La diferencia más relevante, sin embargo, entre ambos actores, es que si bien los oráculos y oradores obraban en nombre de dioses, con el fin de explicar el mundo, la industria de la cultura no es más que la expresión de las élites globales. Es la otra cara del capital, la que te trata tal que consumidor y no obrero, pero que terminan constituyendo al mismo sujeto. 

Como se mencionó anteriormente, las diferencias específicas entre unos y otros productos de la misma área son meticulosamente planeadas. Lo que subsiste en el fondo de la mayor parte de los productos de la industria cultural no es más que lo mismo. Detrás de las grandes producciones de Marvel, las tendencias en la música mainstream, y el último gran programa de moda en Netflix, no hay más que una serie de fórmulas y estadísticas diseñadas por un equipo de marketing, cuya función es diferenciar su producto en el nivel mínimamente posible para que su producto pueda distinguirse del resto sin por ello dejar de apelar a la mayor cantidad de personas. Repitiendo, en la medida de lo posible, los mismos elementos que ya han demostrado vender y ser de interés para las masas. Este fenómeno no deja de mostrarnos ejemplos a dónde quiera que miremos, y hoy en día parece innegable la influencia de los mercados y el análisis de tendencias en la elaboración de mercancías culturales. Lo cual no conduce, sino a su cada vez mayor “hacerse solo”. Es decir, la cada vez menor participación de individuos y voluntades concretas en la expresión cultural. 

Esta infinita reproducción de lo mismo tiene múltiples propósitos y efectos en la ciudadanía. Por un lado, y quizá su papel más fundamental, al menos aparentemente, es el del entretenimiento. Cada vez más la industria cultural se muda al espacio digital, en donde la reproducción ha alcanzado un nuevo límite. En este espacio digital se refugian millones de personas de la realidad cruda, fría y desinteresada que le rodea. Recordemos que la racionalidad instrumental que durante tanto tiempo deslumbró al hombre con sueños de un futuro del que él mismo fuera el dueño, alcanzaría en su posterior desarrollo todas las esferas de acción humana, en especial las relaciones humanas mismas. Una de estas formas de desintegración, producto de la racionalidad instrumental, es la denunciada por Marx bajo el nombre de alienación. Y es que los individuos son sometidos a la lógica de intercambio comercial, y se vuelven únicamente engranajes en el sistema de producción. ¿Se vuelven? ¿Para quién se vuelve esto? Pues ¿para quién?, sino para otras personas. Este interminable proceso de categorización y asignación de identidades, termina por fijar a cada quien en el lugar que le corresponde, sin tomar en consideración que cada quien es siempre más que esto. De tal manera que esto da como resultado distintos grados de alienación, en primera instancia la alienación de cada uno respecto de su trabajo, pues cada quien trabaja ya sin un fin específico y sin ninguna voz respecto a la gestión de su propio trabajo. Lo mismo sucede respecto de otros, pues dentro del área de trabajo el otro se vuelve como ya mencionamos un engranaje más, y desde el punto de vista del consumidor, el empleado de nuevo no es más que un engranaje más cuyo propósito es satisfacer al cliente. De esto resulta un panorama desolador que ha sumido a los países con mayor “desarrollo” en un profundo estancamiento espiritual y grandes crisis de salud mental. 

¿Qué solución se le ofrece al marginado, al loco, al solitario? El entretenimiento que está siempre disponible, siempre al alcance de quien quiera salir de la melancolía. El gran complejo de la industria de la cultura se ha asegurado de mitigar el aburrimiento, y cualquier instancia de una vida aburrida o sin sentido debe ser, por ende, responsabilidad del individuo mismo. No hay espacio para el aburrimiento, el orden del día es trabajar y ser entretenido, y el orden del día no cambia, hoy es siempre hoy. “La idea de «agotar» las posibilidades* técnicas dadas, de utilizar plenamente las capacidades existentes para el consumo estético de masas, forma parte del mismo sistema económico que rechaza la utilización de esas capacidades cuando se trata de eliminar el hambre”(184). La maquinaria instalada no tiene el propósito en ninguna medida de mejorar las condiciones concretas de vida de las personas; de pretenderlo, seguramente lo habría logrado. Al contrario, su existencia es cabalmente conservadora y analgésica.

De esta manera, el imperativo del consumir se vuelve para el individuo promedio un ejercicio de supervivencia. Y no le queda más que asimilarse al entorno por medio de la recreación de los símbolos manufacturados específicamente con ese propósito. Estos símbolos tales como la belleza, la masculinidad, la femineidad, el patriotismo, entre muchos otros, son típicamente empleados en las narrativas presentadas ante las masas, y ofrecen, además del ya mencionado entretenimiento, un elemento quizá más vital en la constitución de los sujetos: identidades. La identidad individual, como mencionamos con anterioridad, es sin duda uno de los terrenos que más dañados han salido de los últimos siglos. “La industria cultural ofrece como paraíso la misma vida cotidiana de la que se quería escapar. Huida y evasión están destinadas por principio a reconducir al punto de partida. La diversión promueve la resignación que se quisiera olvidar precisamente en ella”. Las sociedades cada vez más alienantes dejan en los sujetos un enorme vacío que resulta una mina de oro para la industria de la cultura, pues precisamente tal falta de conocimiento de uno mismo es suplida por las identidades manufacturados y el denso conjunto neto de significantes arbitrarios que componen la industria de la cultura. 

“La reproducción mecánica de lo bello, a la que sirve tanto más ineludiblemente la exaltación reaccionaria de la cultura en su sistemática idolatría de la individualidad, no deja ningún lugar a la inconsciente idolatría a cuyo cumplimiento estaba ligado lo bello”. Esta reproducción mecánica de lo bello que se articula en las distintas manifestaciones de la industria cultural, por medio de artistas, celebridades, películas y programas de televisión no es gratuita, sino que siguen un estricto régimen de la imagen, y cada instancia de ella está cuidadosamente planeada para vender la mayor cantidad de mercancías en el nombre de tal belleza. Por otro lado, resulta interesante la mención de esta “sistemática idolatría de la individualidad”, pues en este juego se articula un movimiento sumamente curioso. En tal idolatría de la individualidad se idolatra siempre un individual universal, el uno mismo, cuya posibilidad de éxito y triunfo es siempre recordada por la imagen expuesta en las pantallas. 

Donde la industria cultural invita aún a una ingenua identificación, esta se ve rápidamente desmentida. Nadie puede ya perderse. En otro tiempo, el espectador de cine veía su propia boda en la del otro. Ahora, los personajes felices de la pantalla son ejemplares de la misma especie que cualquiera del público, pero justamente en esta igualdad queda establecida la separación insuperable de los elementos humanos. La perfecta semejanza es la absoluta diferencia. La identidad de la especie prohíbe la identidad de los casos individuales. La industria cultural ha realizado malignamente al hombre como ser genérico.

Lo que vuelve interesante la figura de la celebridad es que potencialmente cualquiera puede convertirse en una, entre dos individuos de nuevo, no existen diferencias más que en términos de valores de intercambio. Sin embargo, mientras que el individuo concreto logra materializar su triunfo, debe contentarse con cumplir con las normas sociales impuestas y construidas por el mismo sistema que le vende esos sueños de fama y popularidad.

Esta lógica es llevada a su extremo en el mundo de los modelos, en el que los cuerpos de los individuos concretos son reducidos a mera imagen, son prácticamente torturados para alcanzar a formar imágenes irreales de lo que debe entenderse por belleza, para posteriormente repetir tales imágenes hasta el cansancio y lucrar de la falta de identidad e inseguridades de quienes desesperadamente acuden a los almanaques en busca de remedios que les hagan lucir tal como los modelos que por todas partes les son restregados en la cara. Quizá uno de los ejemplos más extremos de este nivel de manufactura en el entretenimiento es el caso de Corea del Sur. Luego de un gran periodo de inestabilidad política, varios regímenes dictatoriales apoyados por los Estados Unidos, que incluían una apertura de los mercados y un alejamiento general de la dignificación de los trabajadores, en los 90 Corea del Sur dio un importante paso hacia la democratización de los espacios públicos. Entre los cambios importantes se incluyó una mayor apertura de los medios de información. Es importante mencionar que, a diferencia del resto de occidente, donde la música pop se desarrolló por medio del fonógrafo, la radio, y los cassettes, la música pop en Corea fue siempre de la mano de la televisión, la cual hasta principios de los 90 no contaba sino con 2 canales nacionales. De aquí que fue formándose un monopolio de la industria del pop. Esta relación tan cercana entre la música pop coreana y la televisión explica su particular tendencia hacia las rutinas de baile elaboradas y el abundante uso de recursos visuales en los que se apoyan estas producciones. Sin embargo, con el paso de los años el nivel de manufactura de estos bienes solo incrementó. Cada vez más, la elaboración de las rutinas, la composición de la música y la escritura de las letras de las canciones quedó relegada a equipos de marketing y departamento de guión. Por el contrario, las condiciones de los trabajadores se volvieron sumamente exigentes. Los que deseen formar parte de la industria del KPop deben soportar años de estudio en escuelas especializadas, regímenes alimentarios insanos, y una pérdida total del uso libre de su imagen en la esfera pública.

A pesar de todas estas complicaciones, la estrategia parece haber funcionado. La manufactura excesiva de productos culturales, tal como es el caso del KPop, ha resultado tener resultados más que satisfactorios. No debe, pues, resultarnos para nada curioso el rotundo éxito que ha presentado el KPop en todo el mundo; recordemos, precisamente, que para eso fue hecho.

Con la invariable repetición de lo mismo, lo que la industria cultural produce es un mapeo completo de la experiencia humana, delimitando en compartimentos bien definidos las posibles existencias que podemos encarnar. Esto es el movimiento moderno por excelencia, que ya desde el desconocimiento intenta averiguar por categorías de la razón, la razón misma será capaz de integrar en ella a lo otro, lo desconocido. Nick Land nos habla de este mecanismo en su crítica al postulado de Kant respecto al conocimiento sintético a priori, es decir, aquel conocimiento que nos habla de la experiencia sin estar ligada a ella (87). En pocas palabras, pone en peligro lo nuevo, o, más bien, prescribe las condiciones de aparición de lo nuevo, impidiendo, pues, a lo nuevo presentarse como tal, a lo otro ser captado como tal. La modernidad ha sido un sistema de regulación del tráfico con la alteridad, de tal manera que en el estado actual de la industria de la cultura la individualidad paradójicamente queda negada en la constante idolatría de la individualidad universal. Ante ella, las individuales concretas son reducidas a nada, y solo quedan aquellos retazos que ya fueron procesados por medio de moldes prefabricados.

La utilidad que los hombres esperan de la obra de arte en la sociedad competitiva es, en gran medida, justamente la existencia de lo inútil, que es no obstante liquidado mediante su total subsunción bajo lo útil. Al adecuarse enteramente a la necesidad, la obra de arte defrauda por anticipado a los hombres respecto a la liberación del principio de utilidad que ella debería procurar. Lo que se podría denominar valor de uso en la recepción de los bienes culturales es sustituido por el valor de cambio; en lugar del goce, se impone el participar y estar al corriente; en lugar de la competencia del conocedor, el aumento de prestigio. El consumidor se convierte en coartada ideológica de la industria de la diversión, a cuyas instituciones no puede sustraerse (203).

El entretenimiento entra en contradicción consigo mismo, al dejar de ser contemplación en el sentido aristotélico, fin en sí mismo en tanto inútil, el entretenimiento deviene lo opuesto. Necesidad de vinculación social, responsabilidad cultural, medio de acceso a los otros. Se “utilitariza”, pues, el entretenimiento mismo, y se vuelve parte más de la jornada de trabajo. El individuo se vuelve un recipiente en el que se graban, en forma de consumo, los distintos valores simbólicos y de intercambio. Ya no se consume la cultura por lo que esta provee, sino por el estatus que confiere el poseerla. El haber visto tal o cual programa, o tal aquella película, es ahora más bien una insignia que se utiliza con orgullo. La participación activa como miembro de fans de aquel artista o aquella marca de ropa, es cada vez algo más esencial en la estructuración de la identidad de las personas.

Todos estos intercambios quedan aún más tergiversados una vez tomamos en cuenta la digitalización de las subjetividades, y la oportunidad que se ofrece para la aún mayor exposición de los patrones de consumo. Ahora, más que nunca somos imagen, lo que los perfiles de Instagram y Facebook ofrecen es esto: volverse imagen. Por lo que ahora más que nunca, las imágenes que la industria de la cultura se ha encargado de producir adquieren un valor de cambio todavía mayor, pues ya se volvió la imagen, la moneda habitual.

Es precisamente este abandono del individuo concreto lo que podemos hilar a nuestra pregunta inicial sobre el fascismo. Esta producción de subjetividades vacías en masa, que son luego rellenadas por identidades cliché meticulosamente planificadas para vender la mayor cantidad de mercancías a la mayor cantidad de personas, resulta un mecanismo extrañamente similar al llevado a cabo por los regímenes fascistas. Una eliminación de la individualidad en pos de una identidad común construida con intereses económicos o de poder territorial. Es precisamente este mecanismo de docilidad y eliminación de la diferencia la que prepara la tierra para la cosecha del fascismo. 

Resulta, pues, de vital importancia actuar en la medida de lo posible contra el funcionamiento de la industria de la cultura. Tal estrategia puede partir de dos puntos de vista: como consumidores y como creadores. Como consumidor, la primera estrategia que puede ponerse en marcha para contrarrestar los efectos de la industria cultural es el cese del consumo mediado por estos intereses. En suma el consumo consciente y responsable, consciente de las implicaciones contenidas en el consumo de cualquier mercancía, y responsable en el sentido de evitar aquellas que tengan intenciones políticas claras, así como empeñarse en comunicar hacia los otros las potencialidades ocultas tras las etiquetas. Esta labor del consumo responsable también atañe al impulso del consumo local, precisamente para contrarrestar el movimiento de homogeneización, deben aumentarse, por el contrario, los mercados de la diferencia, los bienes y necesidades que son específicos a cada región y que solamente les atañe a quienes habitan ahí. Son esos los núcleos de interés para contrarrestar además la falta de identidad contemporánea, únicamente a partir de la diferencia puede construirse lo nuevo.

Desde el punto de vista del productor, la labor es semejante, de lo que se trata es de incentivar una creación de bienes culturales más allá de su mera instrumentalización. Además, debe ponerse especial relevancia a aquellos bienes que no sean reproducibles, que escapen la lógica de la imitación incesante, y que, por lo tanto, escapen a la fetichización. Serán estos bienes los que, a su vez, se realicen desde las diferencias específicas a cada población, y que trabajen para, al contrario del ritmo actual, acercar más a la gente una con otra. La respuesta ante la crisis de la industria de la cultura es más cultura, aunque una fuera de la lógica mercantilista reproductiva, orientada más bien hacia una creación de espacios comunes de inclusión a partir de diferencias compartidas. 

Esta tarea es responsabilidad de todos, especialmente aquellos que desempeñan en el área de la cultura, y que tanto se han visto afectados por este ímpetu desmedido hacia la tecnociencia, y el respectivo abandono de las humanidades. Si deseamos cambiar el mundo en el que vivimos, debemos trabajar primero en el cómo nos entendemos a nosotros mismos, pues este principio es el que guía el devenir del primero. La cultura es y será siempre el retrato de la sociedad en la que brota, y si deseamos cambiar los modelos rígidos que han tenido sujeta la cultura occidental, congelándola en fríos aparadores de supermercado llenos de siempre lo mismo, imprimiéndola en fotografías de hombres y mujeres irreales en todos los espacios posibles, y suprimiendo ella la soledad que el mismo sistema se encarga de reproducir, hemos de cambiar radicalmente nuestra forma de hacer y consumir cultura. 

Referencias

Horkheimer, Max, and Theodor W. Adorno. Dialéctica de la ilustración: fragmentos filosóficos. Trotta, 1994.

Land, Nick. “Kant, Capital and the Prohibition of incest.” Third Text, 1988, pp. 83-94.

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