El murmullo de las olas
La mirada de Camila se perdía en el horizonte grisáceo que le arrullaba, a sus oídos los inundaba el sonido de las pesadas olas, y el chapoteo inmenso que danza en bucle. Sus ojos miel, deslumbrados por el atardecer, entre luces cálidas y violáceas que coloreaban blancas líneas casi gaseosas, desvaneciéndose junto al sol, en ese paraíso azul que pronto se convertiría en oscuridad.
Hace tiempo no se sentía libre. La fuerte brisa remolineaba sus cabellos, guiándolos a despeinarse y cubrir su rostro. Observó al sol, suavemente, con los ojos abiertos, hasta que terminó de esconderse bajo el manto acuoso. En eso Mamá Mane le gritó para regresar a casa.
Su abuela dice que no mire directamente al sol, que iba a quedarse ciega, pero a Camila le gusta observarlo y provocar enojos por diversión. A pesar de eso, Camila siempre ha tenido presente que el sol es la luz calurosa que da vida, que crece las plantas y seca las ropas. Que cada noche vuelve a salir, como esa luz amarillenta del foco colgante al centro de ese techo gris, en un cuartito donde escucha roncar a Mamá Mane y de fondo a la ruidosa marea subir y bajar, a los grillos con su música pausada y las hojas que se agitan al compás del viento.
Últimamente, a Mamá Mane no le gusta la oscuridad de la noche; deja el foco encendido, aunque a Camila le moleste, y tenga que cubrirse los ojos con sus manitas para conciliar el sueño. Pero no siempre logra conciliarlo. Entonces sale de su casa, para caminar por entre las palmeras de papaya y plátano, los marranos, algunos pollos y quién sabe qué más.
Camila procura que nadie caiga en cuenta de su falta por las noches. Siempre va a paso rápido entre los tendederos de sus vecinos, esquiva el excremento de las gallinas, los corrales improvisados sin hacer ruido, como un gato sigiloso, hasta llegar a un escondido desnivel de un río que desemboca en el mar. Se sienta allí en una piedra resbalosa para perder su mirada en el cielo azabache, saborea la brisa salada y siente en sus piececitos descalzos, la tierra mezclada con arena que, al igual que a Camila, el viento ha arrastrado hasta allí.
Escucha el mar. El sonido de la marea nocturna le trae recuerdos, pero esta vez le viene a la mente, uno en especial, cuando despertó ya avanzada la noche, y salió, para encontrar a Mamá Mane sollozando hincada al lado de una palmera.
Mane escuchó pisadas suaves detrás suyo, rápidamente se puso de pie para acercarse a su nieta, y le cubrió los ojitos con sus manotas arrugadas y ásperas, Camila sintió su distintivo olor a limonero. La arropó completa, con fuerza. Era como si quisiera proteger a Camila de algo que ella difícilmente comprendería, de algo que no debería ver directamente, como el sol en el atardecer.
— Cami, no mires hacia arriba.
— ¿Por qué, abuelita?
— Nomás no mires.
Pero Camila volteó discretamente hacia las copas de los árboles de mango y las palmeras cocoteras, solamente para distinguir una escalera y los pies descalzos de su abuelo colgando entre las ramas.
Camila ahí entendió por qué la advertencia.
Tenía la suficiente edad de ocho años para comprender lo que Papá Luis había hecho. Y no durmió por semanas, pero no le dijo a Mamá Mane, ya que le había advertido sobre levantar la mirada. Claro que Manuela sabía, pues Camila observaba detenidamente, triste, entre las ramas donde quedó el pedazo de cuerda atado que los vecinos no pudieron quitar, similar al pedazo de vida que les habían arrancado a ellas.
—Papá Luis se cansó de esperar, Cami. Discúlpalo. — dijo la abuela con voz débil.
La niña observó las manos entrelazadas de su abuela, y sus ojos cristalizados por las lágrimas.
— ¿Fue porque no quiso esperar a Mamá?
Mane dio una seña para que se acercara a sus brazotes abiertos, y la arropó sollozando. El mar golpeaba la arena, las rocas vaciaban los jugos marítimos entre sus grietas, y tras un silencio largo, contestó:
—Porque sabía que tu mamá no volvería.
La mamá de Camila se cansó de trabajar en los limoneros y vivir con sus papás. Sobre todo al lado de una criatura que no había querido tener. Rosa era una joven muy terca que se había ido a conseguir trabajo en las carreteras, subiendo a tráileres y habitando los moteles a las orillas del pueblo. Camila entendió eso a pesar de su edad y el que su abuela le ocultase muchas cosas.
El sonido del mar le recordaba a Papá Luis y su machete, cortaba cocos al anochecer, medio cantando y tarareando una canción que le gustaba mucho.Se la cantaba a Mane en sus cumpleaños, a veces tocando la guitarra a la que le faltaba una cuerda. Ahora arrumbada, llena de musgo en el patio al lado de ese cocotero.
La abuela se reía y le besaba la mejilla rasposa, y Papá Luis sonreía enseñando los dientes amarillos que le sobraban. Desde los últimos dos cumpleaños antes de la partida del abuelo, solamente ellos tres festejaban a la abuela. Eran como una pequeña lancha vacía en medio del océano.
—Como espuma… que inerte lleva el caudaloso río… flor de Azalea… el barco en su avalancha te arrastró…
Camila sentía que su abuelo cantaba muy bien, que su voz se asemejaba al cantante principal de Los Panchos. Papá Luis freía plátanos machos, pero se quedaban en el sartén, haciéndose malos, pues nadie se los terminaba. Aunque Camila le guardaba a su mamá algunos pedacitos en una servilleta de papel, horas después se llenaban de hormigas y se los daba a los puercos de los vecinos. Rosa nunca volvió a comer plátanos machos del abuelo, y Mamá Mane no sabía cómo decirle a su nieta que su mamá no llegaría.
Camila no entendía por qué los vecinos eran groseros con sus abuelos. Pasaban por enfrente de ellos, sus ojos les recorrían con asco, igual a los turistas y esas miradas de rechazo que recibían vendedores ambulantes a la orilla del mar. Camila sentía que a veces su familia se hundía en un pozo de soledad, oscuro, como la arena que pisa en ese desnivel.
Recuerdos salados se arremolinan dentro de su mente siempre que escucha el mar, las olas lentamente caen pesadas unas sobre otras, Camila se imagina estar dentro del mar, perdiéndose en esas aguas saladas de pensamientos y situaciones que no se puede responder. La rodean ahogándola de dudas y causando que abruptamente salga de ese trance de recuerdos, para por fin volver en sí e inundar sus ojos con la oscuridad que la consuela.
Mane también escucha el murmullo del mar como consuelo, recordando momentos felices que acompaña con lágrimas de nostalgia e impotencia. Mientras Camila no está, la abuela sabe siempre que su nieta sale por las noches a caminar. Y no la busca porque sabe, ya es parte de su rutina desde que su abuelo murió. Manuela está arrepentida de permitir que su hija quedara embarazada tan joven e inmadura, dejándola a la deriva, para que el mar de la vida se la llevara a las profundidades junto con sueños y hambre, hambre de salir de ese pueblo tan pequeño repleto de secretos. Rosa solo se quería realizar, irse. Pero Papá Luis no se lo permitió. No lo hizo, pues estaba avergonzado de que su desgraciado hijo le haya dejado una criatura en las entrañas, y que se negara a cuidar a ese ser que no tenía nada de culpa. Si al menos hubiera escuchado a Rosita.
El mundo a las orillas de este pueblo es peligroso y Rosa no sabía a qué se enfrentaría al irse por el lado rápido. Pero Manuela no estuvo ahí para hacérselo ver, estaban encendidos en furia e indignación. Su hijo se fue y Rosa también, después de que Camila cumpliera su segunda primavera.
Manuela está acostada entre lágrimas y tierra con arena que la molesta. Observa cada noche el foco tambalear, apenas pendido de un cable que sube por un techo que ya por caerse de humedad. La luz le hace sentir abrigo, un abrigo que falta, que sueña despierta, un calor que se colgó en las ramas de un mango, ese que ella misma plantó hace veinticinco años. Escucha los grillos cantar, y la brisa entrar por la ventana, remolinear con su silbido por unos agujeros que no ha podido arreglar, porque cortar limones solo le da para la comida.
El húmedo viento pega unas telas roídas contra su cuerpo sudoroso, salado; huele a plátanos y caca de gallina, un olor tan penetrante como el olor de la noche en que golpearon a su puerta, despertándolos bruscamente a su esposo y a ella. Reviviendo esa noche en su memoria.
Luis se despertó y abrió la puerta, irritado.
—¿Qué quiere?
En la puerta había un hombre robusto, gordo y moreno, que observaba de soslayo dentro de la casucha pestilente. Escupiendo las palabras.
—¿Su hija es “La Rosita”?— tenía la voz ronca, el tono era impertinente.
Manuela y Luis asintieron al mismo tiempo. El hombre pesado continuó hablando.
—Pues vaya a ver unas bolsas negras que hay en la carretera, a ver si reconocen los pedazos.
Ambos no supieron qué decir, a Manuela le comenzó a golpear la realidad y sintió que la temperatura de su cuerpo bajaba, sudaba en frío, dejó casi de respirar y así, sus miedos se hicieron presentes. Mientras, Luis se mantuvo firme, con la mirada al frente sosteniendo la puerta. El hombre soltó un insulto entre dientes, y dándose vuelta, sus pisadas fueron desapareciendo bajo los sonidos de la noche.
Manuela recuerda esa experiencia con el sabor amargo del remordimiento. ¿Cómo pudo permitirse eso?, ¿pudo haber evitado esas desgracias? Ahora era demasiado tarde, y lo único que le quedaba era una nieta confundida y solitaria, con la cara de Rosita, con la cara del pecado, del recuerdo y de la triste noche en que se fue Luis.
Entre el movimiento del mar y el mal de su interior, soñolienta, Manuela se incorporó pesadamente sobre su colchón hundido. Sumida en sus remordimientos, la luz le lastimaba, se puso de pie para apagarla y salió de su casa, dejando entrecerrada la puerta chirriante que se caía de óxido. La dejó a medias, ocultando sus recuerdos dentro de la penumbra, mirando a la negrura mientras intentaba liberarse de estos.
La marea se elevaba más a cada minuto, su húmedo rastro aparecía en la arena y el reflejo no limitaba su profundidad bajo la luz de la luna. El agua rozaba las piedras por donde estaba sentada Camila, absorta en la inmensidad de sus dudas y del mar. El frío líquido mojaba ya sus pequeños pies, pronto mojaría sus shorts rojos deslavados y sus ojitos comenzarían a pesarle, indicándole que ya debía regresar a su cama.
Se puso de pie en el agua ya a mitad de sus pantorrillas, y subió entre las piedras musgosas, para darle un último vistazo al inmenso cubo de agua que se perdía en la lejanía. Mantuvo el equilibrio en una roca, observó el horizonte, el agua, la luna, inhaló y exhaló, pero entre ese ritual de despedida, le pareció extraño ver a una mujer que andaba torpemente dirigiéndose a la marea alta. Camila sabía quién era.
Manuela caminaba cansada, arrastrando sus pies duros en la arena negra, sus pisadas dejaban un camino en zigzag y sus ojos lloraban. Las lágrimas corrían por sus mejillas, ardían por las heridas que tenía de cortar limón en la mañana, ardían por sus fuerzas que cedieron al poder del mar, de sus pesares que se apoderaron de su mente, manejándola, semejante a las marionetas. Sus impulsos la llevaban al mar salado. Sintió el agua fría ya en sus rodillas, su temperatura le reconfortaba, era liberadora. Las olas tomaban sus piernas, sus ropas se adherían a su cuerpo, su mente se vaciaba. Dio una bocanada de aire con sabor a lágrimas, sus sollozos comenzaban a confundirse con el golpear de unas olas con otras, continuaba avanzando; y con el agua ya tomándola por los hombros, sus recuerdos comenzaron a ahogarse, su cuerpo comenzó a ser tomado por las olas, absorbiéndola, tragándosela para llevarla sin fuerzas hasta el final de su mar de tristeza. Ya quedaban solo sus ojos, y se sumergió sin titubear. No pudo contra el movimiento aplastante de las aguas imperturbables, la sal se apoderó de su interior. Y, sin más, la hundió.
Camila llegó corriendo, llorando, demasiado tarde. Vio a su abuela absorberse, desaparecer en el mar. Solo escuchaba el agua, y como si nada pasara, el océano se movía como acostumbraba a hacerlo. Solo escuchaba el movimiento del agua y el murmullo de las voces que surgían molestas en su mente joven, el murmullo de sus recuerdos, el murmullo de las olas.
Ana Gómez Elena (2018)