Entre los tantos filósofos de la antigüedad, no hay ninguno que tenga historias más dignas de ser contadas que Diógenes, el cínico. En el libro Sobre las vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, Laercio narra los aspectos más importantes de su vida.
Laercio nos cuenta que Diógenes fue natural de Sinope (en la actual Turquía), fue hijo de un banquero, y se dice que se vio forzado a huir de su patria porque falsificaba monedas. De tales acciones pareció luego arrepentirse, pues muchos años después, cuando un hombre le objetó por esa maldad que había cometido, Diógenes respondió “Hubo tiempo en que era yo tal, cual tú ahora, pero cual yo soy ahora, no serás tú nunca”, y a otro que le culpaba por la misma razón le dijo: “También antes me meaba encima, y ahora no” (Laercio, 1972).
Y en verdad, Diógenes cambió su actitud, así como su manera de concebir la vida. Esto se debió a que fue discípulo de Antístenes, fundador de la escuela cínica de Atenas, a cuyos adeptos llamabanles «perros» debido a “su ideal de vida conforme a la sencillez (y a la desfachatez) de la vida animal” (Abbagnano, 1994, p. 68). En Atenas, vivió de acuerdo con la sencillez comandada: era indigente, caminaba descalzo sobre la nieve y se hacia llamar «perro» porque, según él, halagaba a los que le daban algo al verlo por la calle, ladraba a los que no le daban, y mordía a los malos (Laercio,1792); tal apodo parecía no molestarle, y lo usaba, incluso, a su favor. Una ocasión, durante una cena, algunos le echaron huesos como si fuese un perro; este, en forma de venganza, se les acercó y les orinó encima, así como hacen los perros.
Diógenes vivió la filosofía que profesaba: los Dioses, según él, nos habían dado una vida fácil, pero que se nos hace difícil porque siempre buscamos las dulzuras de la vida; reprehendía a los que pretenden despreciar el dinero pero imitan a los adinerados; culpaba a esos que, al orar, piden por las cosas que les parecen buenas y no por las cosas que son realmente buenas; al amor del dinero lo llamaba la metrópoli de todos los males; hablaba mal de la nobleza y la gloria mundana, y decía que estas son solo adornos de malicia, y alegaba que los hombres malos son aquellos que sirven solamente a sus deseos. Diógenes abogó por la búsqueda de la sabiduría y lo justificaba con el siguiente silogismo: “De los Dioses son todas las cosas: los sabios son amigos de los Dioses, y las cosas de los amigos son comunes: luego todas las cosas son de los sabios” (Laercio, 1792).
En una ocasión, entraba Diógenes en un teatro mientras toda la gente salía, y cuando alguien le preguntó por qué iba en contra de todos, este respondió que tenía pensado hacer ello toda su vida. Este nos ejemplifica su afán por llevarle la contra a cualquier costumbre y autoridad absurda de la sociedad. Se dice que hacía todas las cosas en público, y que una vez que comía en el foro (algo mal visto por la sociedad ateniense), fue reprendido por ello, este desafió aquella costumbre y dijo: “Si el comer no es absurdo alguno, tampoco lo será comer en el foro. Es así que el comer no es absurdo: luego ni lo es en el foro” (Laercio, 1792). Indicaba que si alguien lleva el dedo de en medio extendido se le considera «un loco», pero si se tratase del índice no habría problema, y apuntaba la carencia de lógica que las cosas mejores y más útiles, como la harina, sean baratas, mientras que las cosas innecesarias, como las estatuas, sean caras.
Diógenes vivió y enseñó su filosofía; a sus discípulos también les hacía vivir una vida «natural» y sencilla; les enseñaba cómo servir en casa, a comer poco y beber agua en vez de vino; los llevaba por la ciudad y, así como él, iban descalzos y sin túnica.
Algo que podemos notar de todo lo anterior es que Diógenes era una persona peculiar, por no decir estrafalaria. Como su afán era desafiar las costumbres sociales de la época, parecía que afinaba su forma de actuar para cumplir tal meta. Laercio, en el mismo libro, nos recuenta diversas historias que muestran su personalidad chiflada. En una ocasión le había invitado un hombre a su casa, y este le había prohibido que escupiese dentro de ella; Diógenes pareció molestarse por aquella prohibición y prosiguió a escupirle en la cara, diciéndole luego que no había lugar más inmundo que su rostro para poder escupir. Otra historia dice que Diógenes gritaba por las calles aclamando: «¡Hombres, Hombres!» y cuando varios habíanse acercado para ver que quería, este les dijo «Hombres he llamado, no heces».
Se sabía que a Diógenes le desagradaba la filosofía de Platón. En alguna ocasión se burló frente a él de la teoría de las ideas (también llamadas formas). Recordemos que, según esta teoría platónica, la existencia física de una mesa y un vaso coexisten con ideas inmateriales de «mesalidad» y «vaseidad» que dictan las esencias de los cuerpos físicos; Diógenes rechazó esta teoría y le dijo a Platón: “Yo veo la mesa y el vaso, pero no la mesalidad ni la vaseidad” (Laercio, 1792), desafiando así la existencia de dichas formas. El relato más famoso entre Diógenes y Platón es, sin lugar a duda, la del gallo. Se dice que, habiendo Platón definido al hombre como «un animal bípedo sin plumas», Diógenes tomó un gallo, lo desplumó, y luego fue a la escuela de Platón y lo echó frente a todos y dijo: “Este es el hombre de Platón” (Laercio, 1792). El cínico parecía también despreciarlo y no solo a su filosofía, pues nos cuentan que un día Platón encontró a Diógenes comiendo higos secos; el cínico le dijo al otro que podía participar de ellos, y cuando Platón tomó unos y los comió, Diógenes contestó “Participar, os dije, no comer” (Laercio, 1792).
El relato más famoso de Diógenes tiene que ser cuando le conoció Alejandro Magno, rey de Macedonia, que ejemplifica su desacato de cualquier autoridad y desprecio de la riqueza. Existen varias versiones de la historia, pero la de Laercio (cuyas historias hemos favorecido en esta nota) nos relata que un día se hallaba Diógenes tomando el sol en el Craneion (suburbio de Atenas) cuando se le acercó Alejandro Magno y le dijo: “Yo soy Alejandro, aquel gran Rey” y Diógenes replicó “Yo soy Diógenes, el can” (Laercio, 1792); seguido a esto, Alejandro le dijo “Pídeme lo que quieras”, a esto replicó el cínico “Pues no me hagas sombra” (Laercio, 1792). Laercio asegura que Alejandro quedó tan maravillado por la personalidad de Diógenes que dijo “si no fuera Alejandro, querría ser Diógenes” (1792)
La vida de Diógenes terminó de manera tan loca como su vida. Existen también diversas versiones, pero la mayoría están de acuerdo en confirmar que murió a los noventa años al contener la respiración por querer dejar la vida; se dice que no deseaba que lo enterraran, sino que le arrojaran afuera de la ciudad para que se lo comieran los perros porque le parecían ridículos los procesos funerarios atenienses.
A pesar de que la filosofía cínica no ha perdurado a través del tiempo hasta la modernidad, las locuras de Diógenes de Sinope siguen siendo dignas de ser recordadas; y quién sabe, tal vez deberíamos copiar su desprecio por la riqueza, su amor por la sabiduría y la búsqueda de la sencillez en la vida.
Bibliografía
Abbagnano, N., (1994). Historia de la filosofía Volumen 1. Hora, S.A.
Laercio, D. (1792). Los diez libros de Diógenes Laercio, sobre las vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres Tomo 1. Imprenta Real.