Imaginemos que rondamos por la ciudad con una venda que cubre nuestros ojos y flacos de memoria, intentamos reconocer, no únicamente en donde nos encontramos, sino quiénes somos. Paradójicamente, al ponernos dicha venda develamos más la intuición de nuestros sentidos, los cuales nos permiten apreciar la belleza de diversos sonidos, olores y sabores de nuestra ciudad, que son el reflejo de nosotros mismos, ya que representan el devenir de las tradiciones del pueblo, para darle identidad a muchos de nosotros.
Hay individuos que se guían por lo que miran a su alrededor, otros, por su intuición. Mi caso es diferente, soy un ser humano a quien el mundo de la tentación que proyectan las imágenes le es indiferente; pero aún así, dicho entorno me seduce con sus embriagantes olores, sus melodiosos sonidos y sus exquisitos sabores e incluso su melancólico silencio; aunque no sólo las figuras físicas sugieren diversos colores, también lo que huelo, escucho y paladeo es rico en matices y formas. Vago por el mundo siendo ciego, buscando la nada, mas irónicamente encuentro demasiado.
En este mismo instante permanezco sentado en la Plaza del Quijote, relajado por los suaves silbidos de las aves que alrededor merodean; conmovido por el melifluo susurro de los enamorados, cuyas palabras sólo capta el corazón; y por el sigiloso murmullo de un insignificante caudal que recorre el río serpenteando debajo de un puente que produce un chirrido con cada paso del caminar de las personas que lo transitan, el revolotear de los saltos de los niños que juegan. La eufonía que componía cada sonido lograba que aquel lugar fuera único, tal si fuese el emplazamiento ideal donde la inspiración penetrara en el alma de los enamorados y las sombras de los árboles albergaran la frescura de amores pueriles, incitando a una próxima lujuria entre las parejas que visitan el parque, cuyos fresnos, abedules y álamos que reciben entre sus ramas decenas de aves que cantan alegremente, hacen de aquel ambiente un sitio agradable.
Agarré una rama que permanecía sobre la tierra, apropiada para apoyar mi mano derecha como si aquel palo fuera un improvisado bastón, el cual me facilitaba no tropezar a cada rato.
La tarde, entre la agonía de sus últimas horas, destilaba destellos de luz que rosaban mi rostro, cuya tibieza de su ternura yo sentía. Eran los postreros rayos del sol en ese día. Cruzaba el puente de Guanajuato, preguntándome a mí mismo ¿Cuál es el atractivo de este lugar que lo hace tan especial? Intentando a la vez descifrar lo que Carlos Montemayor describía en los poemas alusivos al entorno de Parral, pues sus versos rememoraban las incontables ocasiones descriptivas de sus andanzas y anécdotas de su ciudad natal, y resonaba en mi memoria uno de sus versos: “todos los seres, toda la corpulencia del Universo nos cubría entre el olor de agua y de hojas en el verano”. Dichas palabras me hacían descubrir la belleza admirable de mi pueblo. Nuestro poeta describía este punto topográfico como el ombligo del Universo. Hoy camino por callejones y calles entre barrios y colonias, inspirándome en sus palabras, aprendiendo, con un hedonismo libre y profundo, a disfrutar desde lo más simple hasta lo más complejo del cosmos.
Mis dedos no palpaban nada, sólo existía el roce del viento, entre mis manos, que tocaban el vacío, había un espacio infinito; algo faltaba, y entre los escombros que removió la rama que yo sostenía, mis dudas se despejaron, además de que la inexistencia de aquellas construcciones de antaño que fueron parte de la infancia de muchos de nosotros, por su ausencia demeritaban de una conciencia histórica; mis pasos, cruzando callejones estrechos, rememoraban con nostalgia la vieja fisionomía de mi ciudad. Llegué al Palacio Alvarado, donde mi sensible tacto acariciaba el arte multifacético de Amerigo Rouvier, mis manos intentaban descifrar las formas ornamentadas de los muros, ansiando desnudar su misterio, cuyo deleite privaba a mis ojos para contemplarlo.
Entre las conversaciones de los parroquianos que concurren a las plazas públicas a buscar esparcimiento, las voces se escuchaban seguidamente una y otra vez. Unas eran pláticas sobre temas ya muy trillados; otras, representaban la novedad del momento, en ocasiones impresionantes por el impacto del suceso; la resonancia que se esparcía entre los cielos era el repicar de las campanas, doblando para llamar a misa a los feligreses, inconfundible sonido que se originaba de una de las dos iglesias católicas que se localizan alrededor de la plaza Guillermo Baca. El conglomerado de personas que provenían de varias colonias, descendía de los camiones urbanos; otras personas los abordaban para regresar a sus hogares. El adiós y el hola, la bienvenida y la despedida se hacían presentes, y hasta el tono de cariño se podía escuchar a través de las palmadas que se daban unos a otros en la espalda, de los abrazos y del frote de los labios al besarse en las mejillas, con ademanes elocuentes y cálidos que nos caracterizan a los mexicanos, cuyo espectáculo yo admiraba conmovido, sentado en una de las bancas de la plaza.
Seguí mi ruta sin un guía, ni destino alguno, sin esperar nada y encontrar casi todo. Cuando arribé a la Plaza Principal, me era imposible estar deprimido, gracias a los compases de la armonía musical que amenizaba la banda, la cual se presenta domingo a domingo en sus interpretaciones vespertinas. Decenas de familias convivían; frescas y lozanas generaciones rodaban ligeras sus bicicletas y niños traviesos hacían lo mismo conduciendo sus pequeños coches, infantes, que sin darse cuenta, aquel lugar recreativo podría ser el futuro de su adolescencia y, quienes disfrutando la nieve, los nachos, los hot dogs, los algodones de azúcar, entre diversas golosinas, serian dentro de 5 ó 10 años, deleite para sus mancebos paladares e incluso, más adelante, disfrute de sus hijos y nietos.
Por la cautela de recluirse a sus hogares respectivos, las familias se ausentaron temprano. Dicha precaución, por los tiempos violentos que vivimos, provocó el abandono de las calles; en cuyo ámbito, al anochecer, sólo quedaban algunos jóvenes paseando por céntricas avenidas; algunos caminando, otros en sus coches, con estridente volumen de sus estéreos, dejándose llevar por la música que está de moda. Todos se conocen y se saludan; de vez en cuando, un tema se divulga, de tal modo que si se escucha entre imberbes oídos, labios inquietos se encargan irresponsablemente de exagerar la nota sobre determinado suceso recién acontecido, añadiéndole ficción para darle emoción y sabor, arrebatando un secreto a voces a la mojigata sociedad del entorno donde ellos viven y se desenvuelven; la saliva se vuelve ponzoña y el tema se glorifica en chisme.
Y no olvido los deleites que me recrean memorias de mi querido terruño, desde los platillos caseros cocinados con las recetas de mi madre. Sin embargo, creo que hay sabores singulares que distinguen a mi ciudad del resto del país, y me refiero a los inigualables dulces de “La Gota de Miel”, los cuales han sido y seguirán siendo un bocadillo exquisito para degustar en cualquier parte donde se desee recordar a parral a través de su sabor y su tradición.
Eran las 10 de la noche, y en un breve lapso de tiempo el mundo me parecía sordo, de un silencio absoluto, que fue atiborrado con el sonido del pito de “La Mina la Prieta”, cuyo aullido se disolvía paulatinamente entre el espacio y el tiempo, pero permanecía perenne en mi pensamiento y en la mente colectiva de mi pueblo. Para las damas era el toque de queda, a fin de que ellas retornaran a sus hogares; para los mineros, marcaba la hora que significaba la culminación de un turno más dentro de la ardua jornada laboral.
Hoy entiendo, que lo descrito sobre Parral en el presente artículo, son las piezas que embonan en mi ser y me hacen sentir completo y satisfecho. Muy a pesar de las penumbras de mi ceguera, he contemplado a mi ciudad y, sobre todo, me he identificado a mí mismo. Sí existo, y aunque no distinga el reflejo de mi cuerpo, encuentro un espejo que se levanta y me proyecta los sonidos, sabores y olores de Parral.