Cuento: Un lugar para ser olvidados.

Ella cargaba sobre su pecho el semblante de la hipocresí­a, una cruz, tan pesada como sus penas, cuyo oro resplandecí­a con encandilarte brillo, buscaba albergar el reflejo que despedí­a…

Ella cargaba sobre su pecho el semblante de la hipocresí­a, una cruz, tan pesada como sus penas, cuyo oro resplandecí­a con encandilarte brillo, buscaba albergar el reflejo que despedí­a el precioso metal dentro de su insignificante ser, para que así­, cuando menos, alguien se fijara que sí­ existí­a, intentando, sin lograrlo, compensar la pobreza de un alma opaca, con la relativa riqueza que adornaba un lánguido cuerpo. Su pasado es un flagelo, porque supura la herida de los recuerdos de los tiempos felices con amargo dolor, cuya penitencia transcurre con lenta agoní­a. Su natural astucia le habí­a regalado con abundancia todo de lo que habí­a anhelado en su menguada infancia; pero, para su desgracia, los valores frí­volos y mundanos no son eternos. Hoy en dí­a, la tí­a Cholita es consiente que después de haber obtenido, cometiendo atrocidades e injusticias, tan codiciados bienes materiales, ni la cruz que pende de su pecho, se podrá llevar consigo al regazo de su tumba.

Cuando ella gozaba de una radiante juventud, nunca se imaginó que, con el paso de los años, la inexorable vejez la alcanzarí­a en semejantes condiciones lastimeras. El inevitable desgaste de su cuerpo, mente y alma, sólo le permiten las fuerzas suficientes para seguir rumiando con odioso rencor a lo que ella considera que son causa principal de su miserable soledad, obrando aún, en la medida de sus posibilidades con mezquindad, tal y como lo puso en práctica durante toda su apoteótica existencia, haciendo daño a su propia sangre, lastimando los sagrados intereses de su propia familia, inclusive quebrantando la sólida armoní­a de un matrimonio con hijos. Faltando sus padres, nunca más gozarí­a en sus últimos años de alguna compañí­a. A Cholita, cuya edad es de 75 años y con los severos padecimientos del alzhéimer, se le olvidan los acontecimientos recientes, así­ como sus semejantes la olvidan a ella.

En sus años mozos, era atractiva, seducí­a a cualquier varón que ella se propusiera y así­, al menos tení­a a su lado a un hombre por buen rato, hasta que le durara el gusto. Su jovial belleza se marchitó a través de los años y, por consecuencia, la atracción de parte de aquellos pretendientes, se fue difuminando. Cuando menos ella lo pensó ya estaba sola; paseaba por la plaza para no sentir el estéril vací­o de la inmensidad de su casa, que se asemejaba a un ataúd, ya que ninguna voz  hace eco sobre los arcaicos muros de las vetustas habitaciones y la mansión es lúgubre y frí­a, ya que no se asoma ni un cálido soplo de algún reconfortante hálito humano, sólo los fantasmas de viejos recuerdos ambulan a lo largo y a lo ancho de la antigua finca, nadie atraviesa las puertas de aquel pálido recinto, no tiene a quien escuchar ni quien la escuche, sólo Dios o un ser inventado por ella en quien  creer pudiesen compensar su abandono, porque desde las penumbras de su conciencia surge incipiente la esperanza de que sus oraciones serán el único recurso para que el Todopoderoso perdone la negrura de todo su truculento pasado. Buscando con afán la reconciliación con el Ser Supremo, esta mujer visita los templos católicos que circundan la Plaza Manuel Acuña, concurriendo a frecuentes misas y oficios, rezando con extraordinaria memoria y precisión oraciones y letaní­as de la sacra liturgia del culto católico.

Hoy en dí­a, su andrajosa vida es una rutina, un tedio que trastorna su mente cada vez más; se resiste a aceptar el deterioro de su inevitable vejez. No existe maquillaje que disimule sus arrugas y los surcos de su cara más pronunciados;  no existen tintes efectivos para teñir todas sus canas; mucho menos existe el milagroso elixir que le pudiera devolver su juventud.

La tí­a Cholita pretende encontrar ternura y comprensión entre sus seres más allegados procurándolos por los medios más accesibles: como el teléfono o la entrevista, inclusive encontrar sustancial compañí­a entre sus escasí­simas amistades, cuyos afectos descritos jamás pudo obtener de los galanes con los que disipaba sus pasiones carnales durante su ardiente juventud.

Ella es asidua a visitar la plaza con la cachucha de un partido polí­tico emblemático, del cual es devota fanática. En la postrimerí­a de sus dí­as ocupa con preferencia una de las bancas de dicho parque público, la cual está orientada hacia el Templo de la Virgen de la Soledad. La Virgen es de la Soledad, la soledad es de Cholita. Transitan y pasean  multitud de parroquianos, ni el ajetreo y bullicio de las personas, ni el ruido incesante de los vehí­culos urbanos a su alrededor, consiguen mitigar el terrible vací­o de su lacerante soledad.

¿Existí­a “algo” en esa banca, que durante tardes enteras, Cholita permanece fiel sentada ahí­? ese lugar es tan desolado, que sólo las palomas y las hojas arrastradas por el vendaval concurren y llaman más la atención que la insignificancia de Cholita. Sin lugar a duda, es como si nadie estuviese allí­ sólo la basura. Buscando a alguien para charlar; ella pregunta tanto la hora, como si desconociera que ya es demasiado tarde para enmendar sus errores; ahora se postra al pie de los altares, victimizándose de su sufrimiento,  contemplando insistente a la Virgen,  Cholita ya no espera a nada ni a nadie, porque es inexplicable aguardar a alguien inesperado como la muerte.

Un dí­a, en determinada  plaza, la soledad coincidió en dos personas, una era joven y bella; la otra, era la tí­a Cholita, quien representaba todo lo contrario, quien,  a su vez, preguntó en varias ocasiones la hora a aquella muchacha fresca, de envidiable hermosura. La conversación que sostuvieron fue breve y al final asintió Cholita:

— Según veo, ya me tengo que retirar, porque es muy tarde, pero cuando llegue a mi casa, voy a estar muy sola y muy triste mijita.— expresó la tí­a

— No es usted la única, yo también estoy en las mismas— dijo la joven

Pero la muchacha no estaba en “las mismas”, una se fijó en el reflejo de su pasada lozaní­a que alguna vez tuvo y, hoy, está marchita. La joven, a su vez, miró en cholita el reflejo de su futura vejez. Ambas, en aquel breví­simo instante, compartí­an una situación semejante: la soledad,  sólo que una de ellas, aún tení­a sobrado tiempo de superar el marasmo que deja el laberinto de la soledad; la otra, en cambio, jamás podrí­a ya reunir los fragmentos esparcidos por el quebranto de su irremediable desierto, que la colocaba en un espacio imaginario y a la vez tan real, alejada de todos y, todos alejados de ella.

Después de aquella conversación nunca se volvieron a ver.

Algunos meses después, Cholita ya no ostentaba la cruz  que pendí­a de su cuello, sino que ahora reposaba sobre el regazo de su pecho. El atardecer entraba en la agoní­a de sus postreras horas, pero los rayos del sol ya no volverí­an a posarse sobre el rostro de Cholita y la cruz dorada no volverí­a a resplandecer, su cuerpo permanecí­a cobijado por la madre tierra y, el manto de la densa oscuridad, todaví­a aún más lejos de al gente.

La iglesia doblaba las campanas llamando a los feligreses para celebrar la misa. Los parroquianos caminaban por la plaza y se saludaban igual que todas las tardes. En el pueblo, ya todos se conocen, la plaza Manuel Acuña alberga tanta compañí­a que no hay quien permanezca solo y, aquella joven que alguna vez dijo estar sin nadie, acudió a la plaza a la misma banca, sobre la cual ya no habí­a hojarasca ni excrementos de palomas, aquel espacio se habí­a limpiado de todo eso y mucho más, al fin habí­a flores en ese recinto y aves que silbaban un secreto al mundo, habí­a resurgido la primavera, en un espacio donde siempre imperó el otoño, los árboles se marchitaban y, las palomas defecaban. Aquel recinto pueblerino respira el mismo ambiente, nada cambia. La joven se sentó en la banca, nunca habí­a estado tan pleno de presencia y vitalidad ese sitio desde que mi tí­a lo habí­a ocupado durante tanto tiempo.

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