Publicada en 1966, es un largo y detallado documental acerca de un múltiple asesinato y de la captura y confesión de sus autores, así como de su condena y ahorcamiento seis años después. Capote, a quien siempre le gustó representar el papel de mascota histriónica ante la prensa y la alta sociedad norteamericanas, se autoproclamó muchas veces como el escritor vivo más importante del mundo y como el creador de un género literario: novela de no-ficción.
A sangre fría explica cómo una familia de un pueblo rural de Estados Unidos es asesinada sin ningún sentido y cómo los asesinos son capturados y sentenciados a pena de muerte.
Capote se enteró del cuádruple asesinato, antes de que capturaran a los asesinos, y viajó a Kansas para escribir sobre el crimen. Lo acompañó su amiga de la infancia y autora Harper Lee. Entrevistaron a los residentes e investigadores asignados al caso y tomaron miles de páginas de notas. Los asesinos Hickock y Perry Smith fueron arrestados seis semanas después de los asesinatos y luego ejecutados por el estado de Kansas. Capote finalmente pasó seis años trabajando en el libro.
El 15 de noviembre de 1959, en Holcomb, un pueblecito de Kansas, los cuatro miembros de la familia Clutter (un agricultor, su esposa y dos hijos) fueron salvajemente asesinados en su casa. Los crímenes en apariencia carecían de cualquier motivo, y no había ninguna pista clara para encontrar a los asesinos.
La familia asesinada, los Clutter, compuesta por Herbert Clutter, su esposa Bonnie y sus hijos Kenyon de 15 y Nancy de 16, era el arquetipo del sueño americano en la década de los 50. Eran gente próspera, que vivía de la agricultura en un pequeño poblado de mayoría metodista. Tenían buena reputación, eran religiosos y asistían sin fallar a los servicios dominicales. Generosos, empáticos, trabajadores, sanos, no tenían aparentes enemigos.
Los asesinos, Richard Eugene (Dick) Hickock y Perry Edward Smith, eran convictos en libertad condicional que creían que en la casa de los Clutter hallarían una caja fuerte con no menos de diez mil dólares. No la hallaron, pero de todos modos asesinaron a los padres y a sus dos hijos adolescentes.
Huyeron hasta México, regresaron a los Estados Unidos y siguieron a la deriva hasta que fueron identificados como los asesinos y arrestados. Un antiguo compañero de celda de Hickock, Floyd Wells, había trabajado para el señor Clutter en el pasado y le comentó a su compañero lo rico que era, incluso le aseguró que poseía una caja fuerte en su despacho con el dinero necesario para el mantenimiento diario de la granja, lo cual incitó a Dick a maquinar el delito. Estos datos no solamente resultaron ser falsos, porque no existía dicha caja, sino que además el señor Clutter nunca llevaba mucho dinero encima, ya que siempre se manejaba con cheques; de hecho, la cantidad de dinero robada el día del asesinato ni siquiera llegó a los cincuenta dólares.
Capote, al conocer la noticia, decidió investigar por su cuenta las circunstancias que perturbaron la tranquilidad de aquella casa la noche del 14 de noviembre. Pasó seis años escuchando: cientos de entrevistas a vecinos, a los policías encargados del caso, a los amigos íntimos de la familia Clutter; en total, más de seis mil folios de información. Finalmente, se detuvo a los culpables: dos jóvenes estafadores y pequeños ladrones, Dick Hickock, de veintiocho años, y Perry Smith, de treinta y uno. Cuando los asesinos fueron atrapados y encarcelados, la amistad que entabló con ellos le permitió ejecutar una detallada reconstrucción de sus vidas. El 14 de abril de 1965, Perry Smith y Dick Hickock fueron ahorcados, tras haber sido declarados culpables de linchar a una familia cuya fortuna no llegaba a los 50 dólares.
Sobre la base de una pista de Wells, quien se puso en contacto con el director de la prisión después de enterarse de los asesinatos, Hickock y Smith fueron identificados como sospechosos y arrestados en Las Vegas, el 30 de diciembre de 1959. Ambos hombres finalmente confesaron después de los interrogatorios de los detectives del Departamento de Investigación de Kansas.
Fueron llevados de regreso a Kansas, donde fueron juzgados juntos en el juzgado del condado de Finney en Garden City, Kansas, del 22 al 29 de marzo de 1960. Ambos se declararon locos temporalmente en el juicio, pero los médicos generales locales evaluaron a los acusados y los declararon cuerdos.
También se sospecha que Hickock y Smith están involucrados en los asesinatos de la familia Walker, hipótesis que se menciona en el libro, aunque esta conexión no ha sido probada. En cambio, se nombró a tres médicos generales locales para examinarlos y determinar si estaban cuerdos en el momento del crimen.
Después de una breve entrevista, los médicos determinaron que los acusados no estaban locos y podían ser juzgados según las Reglas de M’Naghten. Los abogados defensores buscaron la opinión de un psiquiatra experimentado del hospital psiquiátrico local del estado, quien diagnosticó signos definitivos de enfermedad mental en Smith y consideró que las lesiones anteriores en la cabeza de Hickock podrían haber afectado su comportamiento. Sin embargo, esta opinión no fue admitida en el juicio porque, según la ley de Kansas, el psiquiatra solo podía opinar sobre la cordura del acusado en el momento del crimen.
El jurado deliberó durante solamente 45 minutos antes de encontrar a Hickock y Smith culpables de asesinato. Sus condenas conllevaban una sentencia de muerte obligatoria en ese momento. En la apelación, Smith y Hickock impugnaron las determinaciones de que estaban cuerdos y afirmaron que la cobertura mediática del crimen y el juicio había sesgado al jurado, y que habían recibido asistencia inadecuada de sus abogados. Algunos aspectos de estas apelaciones se presentaron en tres ocasiones a la Corte Suprema de los Estados Unidos, que se negó a conocer el caso.
Después de cinco años en el corredor de la muerte en la Penitenciaría del Estado de Kansas, Smith y Hickock fueron ejecutados en la horca el 14 de abril de 1965. Hickock fue ejecutado primero y fue declarado muerto a las 12:41 a.m. después de haber permanecido en la horca durante casi 20 minutos. Smith lo siguió poco después y fue declarado muerto a la 1:19 a.m
En su último paso por la cárcel, Dick Hickock había escuchado el relato que le hizo otro preso de la gran fortuna de Clutter, hombre piadosísimo, querido y respetado en Holcomb por su desprendida bondad y antes miembro de la Junta de Crédito a la Agricultura, en la administración de Eisenhower. Hickock se puso de acuerdo con Perry Smith, otro antiguo penado amigo suyo, mestizo de blanco y de indio cheroqui. Ninguno de los dos había visto a sus víctimas hasta la noche del crimen.
Cometida la matanza, únicamente consiguieron llevarse cuarenta o cuarenta y cinco dólares (Hickock no lograba recordar la cantidad exacta), que fue todo el dinero hallado en la granja. Además de asesinar a Herbert Clutter, acabaron con la vida de su esposa Bonnie, de su hija de dieciséis años, Nancy, y de su hijo de quince, Kenyon; ambos adolescentes eran brillantísimos estudiantes, joviales y apreciados en la minúscula comunidad. Solamente la madre parecía haberse reservado cuanto de negativo hubiese en aquella familia, tan prosaica como típicamente americana. Devorada por las depresiones, de ella dijo un corresponsal de Newsweek que acaso aceptó su brutal e imprevista muerte como una liberación.
Aunque Truman Capote narre en tercera persona e infunda a su obra un tono documental y objetivo, el libro no deja de revelar su descubrimiento personal de la complejísima naturaleza de aquellos asesinos. Ambos son fascinantes combinaciones de talento y de estupidez, de salvajismo y de sensibilidad. También de puritana y reprimida pederastia, por parte del mestizo. Indignado, Perry Smith no tolera que Dick Hickock viole ni moleste a Nancy Clutter y habla con la muchacha de poesía y de pintura, antes de volarle la cabeza él mismo de un escopetazo. También acomoda al padre con una almohadilla debajo de la nuca, cuando va a degollarlo con un machete.
Los dos muchachos detestaban a sus familias; pero, durante el juicio, Dick Hickock se desvivió por confortar a la suya. Perry Smith dijo a Truman Capote: “Irónicamente, los Clutter nunca me hicieron daño alguno. Al revés de otras personas, que tan crueles han sido conmigo. Acaso los Clutter tuvieron que pagar por ellos, de una forma bárbara e injusta”. En vísperas de su ejecución, Hickock se recrea también barajando paradojas. Muchos asesinos andan sueltos y perecerán en la cama, reflexiona. En cambio, y aunque él nunca mató a nadie, van a ahorcarlo.
Dick Hickock siempre sostuvo que los crímenes fueron todos perpetrados por Smith. Pero sea cual sea el caso, se muestra defensor de la última pena. Es la inevitable venganza de la sociedad y si él fuese pariente de los Clutter, la exigiría para Hickock y Smith. “Creo en la horca, con tal de no ser yo el ahorcado”, concluye sardónico. Ambos suben al cadalso con escalofriante serenidad y se despiden afablemente de quienes los capturaron. Smith proclama su arrepentimiento, si bien reconoce la futilidad de expresarlo. A Truman Capote lo besa en la mejilla y le dice en español: “Adiós, amigo mío”.